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LA COLUMNA
Columna
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Tendencias

Josep Ramoneda

CON LA PARTIDA de Aznar, el PP saldrá del estado de excepción impuesto por el presidente. Faltan dos meses para que Aznar se vaya y las diferencias ya están emergiendo a la luz del día. Ruiz-Gallardón contra Esperanza Aguirre, Francisco Camps contra Eduardo Zaplana, Rato contra Ruiz-Gallardón, Arenas contra Rajoy, Álvarez Cascos y Mayor Oreja contra todo el mundo. Y esto no ha hecho más que empezar. No son sólo cuestiones personales, son diferencias de fondo: entre el conservadurismo comunitarista de Gallardón y el liberalismo simplón de Esperanza Aguirre caben dos partidos. El nacionalismo pétreo de Jaime Mayor y el cinismo tecnocrático de Rodrigo Rato son dos mundos. Todo esto y mucho más estaba en el PP, pero el autoritarismo de Aznar impedía cualquier intento de darle cuerpo autónomo. Rato lo intentó y tuvo que hacer marchas atrás para al final quedarse sin recompensa.

También el PSOE tiene mil caras, aunque los socialistas hace tiempo que, aun queriendo, no podrían disimularlo. El propio Zapatero -y es su principal legitimidad- salió de una elección abierta entre cuatro candidatos. La diversidad de voces del PSOE se manifiesta a diario, sin que, sin embargo, Zapatero se atreva a consagrarla. Con lo cual siempre da la sensación de que el traje con el que Zapatero intenta vestir al PSOE no alcanza. Un día sale un brazo, otro día una pierna, pero no hay manera de taparlo todo.

Los partidos políticos se mueven siempre en la misma contradicción: predican democracia, pero se asustan cuando el pluralismo se hace carne en su interior. Y la opinión pública les acompaña en este ejercicio de confusión. Se exige mayor democracia y transparencia a los partidos, pero cuando en uno de ellos se destacan diversas voces la gente entiende que es ruido. Y los medios de comunicación hablan de crisis.

PP y PSOE son dos partidos de muy amplio espectro. A derecha unos, a izquierda otros, recogen cada uno entre siete y diez millones de votos. Es mucha gente. Lo cual significa que en su seno se encuentran casi todas las sensibilidades ideológicas de la derecha y de la izquierda. En el PP hay ultras, conservadores, liberales de diversas camadas, democratacristianos y, como en todas partes, oportunistas sin atributos precisos, todo ello aliñado con unas bien repartidas dosis de nacionalismo. En el PSOE ocurre algo parecido: liberales, republicanos, social-liberales, socialdemócratas, izquierdistas y nacionalismos de diversos pelajes forman parte de la gran familia, amén de la cuota de oportunistas de rigor. Lo normal es que estas diferentes concepciones se expresen y entren en democrática confrontación. Pero, en el momento en que dos opiniones se enfrentan en un partido, entra la paranoia de la crisis, que los medios de comunicación alimentan espontáneamente.

Y, sin embargo, sería deseable para los propios partidos y para la democracia que las tendencias que existen más o menos clandestinamente dentro de los partidos se institucionalizasen. De modo que el pluralismo encontrara las vías adecuadas para expresarse sin necesidad de convocar al lobo de la crisis. El proceso sucesorio del Partido Popular ha sido un ejemplo de la escasa sensibilidad democrática del PP. Y Rajoy siempre tendrá una legitimidad precaria: la del enchufado. Los militantes del PP no tuvieron la oportunidad que sus colegas de muchos partidos conservadores europeos tienen de escoger con su voto entre los distintos candidatos. Los aspirantes tuvieron que aceptar que la legitimidad carismática a través del dedo del líder hiciera el trabajo de todos. Y el carisma es una unción predemocrática. La democracia y el propio PP habría salido ganando si los militantes hubiesen escogido entre Rato, Rajoy y Mayor después de que éstos explicaran sus proyectos e intenciones. Rato lo intentó. Y salió quemado.

Las diferencias dentro de los partidos existen, las tendencias implícitas también. Al no reconocerlas, lo único que se hace es favorecer el trabajo subterráneo, las alianzas bajo mesa y los juegos oscuros, que a veces acaban como en el PSOE madrileño. No son creíbles las promesas de transparencia de los partidos políticos cuando gran parte de su actividad interior se realiza en la oscuridad. Puede que los secretarios de organización disfruten moviéndose en estos terrenos subterráneos. Pero la regeneración democrática sólo será creíble si empieza por los partidos mismos. Y la organización en tendencias, públicas y abiertas, sería un camino. Porque si ya de por sí en partidos de tan amplio espectro la unanimidad no es creíble, mucho menos en un país de demos tan complejo como España.

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