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Columna
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La obra inexistente

Rafael Argullol

En los primeros años de la revolución rusa el término leonídovshina se convirtió en sinónimo de una experimentación tan desmesurada como irrealizable, pasando así a ser la única obra perdurable del hombre del que derivaba la palabra, Iván Leonídov, un arquitecto de asombrosa imaginación, capaz de poderosos proyectos que en ningún caso llegaron a hacerse realidad. Leonídov, por tanto, pese a sus frustraciones prácticas, tiene el enorme mérito de haber dado nombre a un talante, o a un destino, en pugna con rivales de gran potencia para la utopía como Rodchenko, Vértov, Tatlin o Meyerhold.

Leonídovesco o leonídoviano -no sé qué es más adecuado- sería, pues, la denominación idónea para quien cae o se eleva en una experimentación demasiado desbordada, y aunque no sé si la actual cultura rusa guarda memoria de esa atribución valdría la pena conservarla. Es curioso el modo en que se imponen esos derivados que acaban transformándose en categorías: kafkiano es, seguramente, el de más impacto en el mundo contemporáneo, hasta el punto de que lo utilizan en muchas conversaciones desconocedores probables de los textos de Kafka; dantesco o goyesco se usan, no siempre con acierto, como calificativos del horror o de lo grotesco, un privilegio semántico que Dante o Goya comparten, sorprendentemente, con pocos clásicos. Buñuelesco o felliniano, vinculados a un determinado tipo de ironía, trascienden, gracias a la popularidad moderna del cine, las propias obras de Buñuel o Fellini. Leonídoviana o leonídovesca sería, en cambio, aquella obra que paradójicamente no acabaría por realizarse nunca, y quizá por esto sería tanto más necesaria.

No es difícil, por ejemplo, llegar a esta conclusión tras visitar la exposición que se celebra en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona bajo el rótulo La ciudad que nunca existió, una excelente antología de escenarios alternativos de la ciudad real: paisajes soñados, paisajes proyectados pero nunca materializados, paisajes concebidos desde el primer momento para subvertir las leyes de la realidad. La ciudad rota en fragmentos y luego recompuesta no desde la necesidad, sino desde la libertad. Los poetas y los pintores han dibujado siempre arquitecturas que iban más allá de la producción posible. Sobre todo los pintores: la exposición recoge una pequeña pero significativa muestra de las aportaciones de la pintura, desde los capricci barrocos a De Chirico, Klee o Ernst.

Los arquitectos asimismo, y de la manera más decisiva, han contribuido a que la ciudad respirara con la atmósfera de la utopía. Para llegar al extremo de Iván Leonídov es imprescindible que grandes talentos de la arquitectura hayan advertido la necesidad de volar por encima del pragmatismo. Que Leon Battista Alberti, al final de su vida, valorara más los proyectos que las realizaciones da una idea de hasta qué punto la gran arquitectura se enraiza siempre en los más audaces suelos de la imaginación. La "ciudad que nunca existió" no es sólo aquella que únicamente pertenece al sueño o al delirio o a la fantasía, o aquella hipótesis trazada voluntariamente como imposible, o aquella perdida en papeles erráticos, sino que es también la "ciudad que todavía no existe". Ningún proyecto arquitectónico -o poético, musical, pictórico-, si es ambicioso y honesto, y por tanto auténtico, deja de llevar en sí la esperanza de una futura encarnación por más que el presente le sea reacio.

Es a este respecto que se echa en falta en nuestra época el espíritu de experimentación que permita entrever una vida distinta a través de una creatividad también distinta. No escasean, desde luego, las grandes propuestas constructivas, pero falla drásticamente la capacidad para pensar, y para soñar, más allá del marco impuesto por las supuestamente inalterables leyes de la realidad, es decir, del mercado. Sin el espíritu experimentador, la ciudad no respira, incapaz de medirse con las ciudades que nunca existieron y también incapaz de fascinarse con aquellas otras, criaturas del deseo, que todavía no existen.

Claro está, por otro lado, que esta carencia de la arquitectura actual, en sintonía con lo que sucede con las otras artes, está íntimamente vinculada al miedo a la utopía característico de nuestro tiempo y a la confusión, muy frecuente, entre el uso de una tecnología avanzada y la militancia en la experimentación estética. Cuando a menudo sucede a la inversa, y el conformismo artístico viene acompañado de instrumentos técnicamente sofisticados, sin que en ningún momento se socaven las reglas sobre las que está construida la sociedad. La repugnancia ante la utopía, que en la política justifica posiciones conservadoras más o menos agresivas, tiene consecuencias fatales para el arte, al romper el cordón umbilical que une el limitado mundo cotidiano con el ilimitado mundo de la imaginación.

Por eso son importantes personajes como Iván Leonídov, aunque no llegara a realizar ninguna obra. O precisamente por esto: Leonídov protagoniza, en algún sentido, aquel Monumento Universal a la Utopía solicitado en 1919 por Vasili Kandinsky. Un antídoto frente al conformismo. El arte existente siempre ha dependido del arte que nunca existió.

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