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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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Caño inagotable

El Caño Ariel Ibagaza le ha dado un baño de níquel al Atlético de Madrid. Disfrazado de Pulgarcito se ha puesto a repartir balones envenenados, y como por ensalmo ha empezado a oxigenarse el repertorio del equipo. De repente los desmarques se han aclarado, los recortes se transparentan, los desdoblamientos salen de memoria, las paredes toman un brillo sedoso, las filigranas se han convertido en una costumbre y los engranajes del área alcanzan la precisión de un mecanismo de relojería.

Analizado desde su propia figura, El Caño es un modelo tradicional de la escuela argentina. Su musculatura, redonda y comprimida, evoca la silueta de Diego Maradona, pero todos sus otros rasgos criollos son decididamente familiares: algunas de sus maldades nos recuerdan a Beto Alonso, algunos de sus gestos nos remontan hasta Bochini o Alfredo Pelado Díaz, y su figura tiene un parentesco evidente con la de Ariel Ortega y o la de Javier Saviola. En código porteño sería un híbrido de Burrito y Conejo.

Igual que ellos, se mueve, además, con el sigilo y la astucia de los pequeños merodeadores del gallinero: escurridizo como una garduña y prudente como un zorro es capaz de escabullirse entre los pliegues de los uniformes, de reaparecer en los vértices de la jugada y de encontrar el pasadizo que lleva hasta la salida del laberinto; es decir, hasta la cerradura de la portería.

Cuando finalmente la encuentra es peligroso de dos maneras: o bien aprovecha la distancia entre los dos centinelas para entregar una pelota que invariablemente conduce al delantero hasta la boca de gol, o bien improvisa un truco leve y preciso que tiene en la jugada el mismo efecto que un cartucho de dinamita en el bizcocho del pastel. Si es un quiebro, sálvese quien pueda. Porque del caño no hay quien se salve.

De un modo o de otro, cuando Ariel Ibagaza entra en juego el Atleti se pone en órbita: la tensión sube dos puntos, la luz de los focos despide un reflejo de tornasol, al niño Torres se le iluminan las troneras y el estadio entra en erupción. Sin embargo, y por encima de la valía inmediata de sus intervenciones, hay en su conducta de deportista un infrecuente valor moral: haga lo que haga, siempre piensa en los demás.

Por si fuera poco, su visión nos lleva al confortante sentimiento de que en cualquier planicie abandonada puede incubarse gente como él; chicos con antenas, pinzas y ojos múltiples que, antes de transformarse en futbolistas superiores, tientan la pelota y la suerte con una exquisita sensibilidad animal, como lo harían las avispas y las arañas.

Sus habilidades, en fin, reconcilian el arte con la picardía y son la demostración definitiva de que, cuando hablamos de El Caño, no importa el tamaño.

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