Otra vez la zanahoria
Probablemente, la culpa sea de la historia. O, por lo menos, de esa vulgata histórica según la cual las principales etapas en el desarrollo urbano de la Barcelona contemporánea se han cubierto gracias a un puñado de grandes acontecimientos-motores sin cuyo empuje la capital catalana sería todavía una ciudad medieval, o una concentración fabril destartalada y sin gracia: a saber, la Exposición Universal de 1888, la Exposición Internacional de 1929, los Juegos Olímpicos de 1992...
Ahora que parecen estar de moda los discursos revisionistas y desmitificadores acerca del pasado -¡pero mucho ojo con esos seudo-desfacedores de mitos, tipo Fernando García de Cortázar, que desmontan unos en beneficio de otros aún más falsos!- quizá es buena ocasión para reexaminar también el último siglo y pico de la historia barcelonesa, y el papel desempeñado en él por los sacralizados eventos a los que acabo de referirme. De hacerlo, constataríamos que sí, sin duda, la Exposición de 1888 -la del alcalde Rius i Taulet- ayudó a la ciudad y al país a remontar un importante bache económico (crisis de la Bolsa en 1882, filoxera, legislación librecambista...), embelleció el entonces nuevo parque de la Ciutadella con un puñado de edificios efímeros o duraderos y nos dejó algún monumento entrañable, como el Arc de Triomf. La Exposición de 1929, en cambio, supuso el canto de cisne de un sexenio de prosperidad al borde mismo de la Gran Depresión, pero sirvió de excusa para dignificar la entrada a Barcelona por el sur, completar la urbanización de Montjuïc y llenar dicha montaña de construcciones horribles -con el Palau Nacional en la cumbre- que luego nos ha costado una fortuna restaurar y reconvertir. En cuanto a los Juegos de 1992, enjugaron momentáneamente el déficit fiscal catalán, situaron a Barcelona en los catálogos de la arquitectura más contemporánea y potenciaron su atractivo turístico..., aunque no nos trajeron ese AVE que sí llegó a Sevilla con ocasión de la Expo coetánea.
Lo que quiero subrayar, en todo caso, es que la Barcelona actual no es la hija de unos cuantos episodios mágicos, sino de una evolución constante y nada idílica a lo largo de 150 años; la edificación del Eixample -por ejemplo-, con las joyas modernistas y los desmanes porciolistas que encierra, se llevó a cabo durante muchas décadas sin el impulso de convocatoria oficial alguna, al ritmo de las necesidades del crecimiento urbano; y estoy seguro de que, aun si los Juegos de 1992 se hubiesen celebrado en otra parte, el enorme espacio que la desindustrialización del Poblenou liberó no habría engolosinado menos a los promotores inmobiliarios, ni estaría hoy menos urbanizado y habitado de lo que está, ni los pisos serían ahí más caros de lo que ya son.
Sin embargo, la fe en el evento salvífico y redentor, la tesis de que Barcelona avanza espasmódicamente (a batzegades) llevó a las autoridades edilicias, en plena depresión posolímpica, a inventarse el Fòrum Universal de les Cultures, que se inaugurará el próximo 9 de mayo. No, no teman de mí comentarios derrotistas: el Fòrum será un éxito; un éxito para las empresas constructoras, que habrán cumplido sus plazos a rajatabla; un éxito en términos de arquitectura y diseño, de skyline, de ocupación de la última gran parcela disponible entre el Besòs y el Llobregat; un éxito de la capacidad barcelonesa para acoger y organizar -como rezaba el viejo eslogan- "ferias y congresos" incluso a escala planetaria, para allegar patrocinadores y atraer visitantes. En cuanto al legado cultural, intelectual y social, esperemos al 27 de septiembre...
Pero hete aquí que, antes incluso de que el Fòrum 2004 levante el telón, el alcalde Joan Clos ya se ha sacado de la chistera otro objetivo fetiche, otro gran acontecimiento de ámbito mundial que espolee el progreso de la ciudad en los próximos lustros. "Si no queremos quedarnos anclados en el pasado", explicó Clos el otro día durante una entrevista con Antoni Bassas en Catalunya Ràdio, habría que construir y financiar un barco y un equipo capaces de ganar la Copa del América de vela y traer a Barcelona la sede anual de la competición... allá por 2015; todo ello por la módica suma de 120 millones de euros -estimación inicial a la baja-, que el primer munícipe sugiere recaudar pasando la gorra entre los empresarios.
Naturalmente, la clase empresarial catalana puede hacer con su dinero lo que le plazca y, si las contribuciones son desgravables, con más razón. Lo que me desagrada de la idea de Clos es esa necesidad enfermiza de asegurar el desarrollo de Barcelona sobre la base de una apoteosis financiera, mediática y de obra pública cada década. Enfermiza, sí, porque hay en el mundo decenas de ciudades de un tamaño parecido o superior al de nuestra capital cuyo dinamismo económico y urbanístico, cuyo atractivo turístico y cuya modernidad arquitectónica no dependen de la celebración de una kermés cada 10 o 12 años. ¿Que esas urbes poseen capitalidades políticas más fuertes y presupuestos más pingües? Pues tratemos de aumentar el poder y los dineros disponibles para Barcelona y Cataluña, sin jugarnos el futuro en algo tan azaroso como una regata transoceánica. Porque cabe recordar que la sede olímpica se obtuvo en un concurso de méritos más o menos objetivables, y el Fòrum nos lo autoatribuimos en tanto que padres de la idea, ¡pero la Copa del América puede decidirla un golpe de viento o cualquier otro imponderable meteorológico!
En resumen: me niego a aceptar para Barcelona y los barceloneses la baja condición de esos asnos que no avanzan si no ven colgando, a dos palmos frente a su hocico, una zanahoria.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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