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El candidato constitucional, y los demás

El pasado 7 de enero, en el telediario de las 21.00 horas de TVE, una voz en off, al hilo de una noticia que luego comentaré, se refirió a Mariano Rajoy como el candidato constitucional. No creo que se tratara de un desliz, sino de algo urdido por una mente obsequiosa con el partido del gobierno. Un hecho indignante y de una falta de profesionalidad absoluta. El mensaje subliminal que se transmite, bajo esas palabras de apariencia neutra, es que los otros candidatos, y en especial José Luis Rodríguez Zapatero, a causa de los programas electorales que defienden, se sitúan al margen de la Constitución, idea que vinculan con separatismo y caos. Formas deshonestas de agitar el subconsciente del espectador con toda la sarta de fantasmas patrioteros, en el peor sentido del término, y de introducir, sutilmente, la sospecha de que todos los líderes, a excepción de Rajoy -el chico bueno de la película-, ponen en peligro la unidad de España. Alfredo Urdaci, todavía director de informativos de TVE, ya demostró sus dotes de marrullero comunicador al dar cumplimiento, con un estilo propio, al mandato de un juez respecto a la primera sentencia, propiciada por el sindicato Comisiones Obreras, que declaraba culpable a TVE por tergiversar una información determinante en una jornada de huelga general.

La noticia a la que aludía antes era la propuesta del programa socialista de trasladar la última instancia judicial a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas y reservar al Tribunal Supremo la función de unificación de doctrina. Enseguida surgieron voces desde el Partido Popular tildando la medida de anticonstitucional -latiguillo en alza-, de acuerdo con su costumbre. Rajoy, en calidad de candidato y secretario general, la calificó además de grotesca y disparatada. No sorprendieron con esta reacción unísona, en línea con la práctica de torcer el sentido de los mensajes del contrincante que cultivan con extraordinario desparpajo desde hace tiempo, y con buenos réditos políticos. Sólo que, respecto a lo de la inconstitucionalidad, erraban. Prueba de ello es que el Consejo General del Poder Judicial, máxima autoridad en la materia, en su modelo para la reforma de la justicia aprobado en el año 2000, proponía casi lo mismo ¿Son disparatados y grotescos esos doctos miembros, elegidos en su mayoría por el partido del gobierno para salvaguardar la buena aplicación de las leyes? Gran parte de la ciudadanía lo único que aprecia en la medida, así, a bote pronto, es que la Justicia podría ser más rápida y económica. Y no distinta de una Comunidad autónoma a otra, si se someten a las mismas leyes. Se puede estar en contra o a favor de la propuesta, considerarla sensata o imprudente, o cuestionar la conveniencia del momento, pero no es de recibo, por respeto, al menos, a la inteligencia del elector, descalificarla sin más y zanjar un debate que se vislumbra interesante.

Puestos a hablar de inconstitucionalidades resulta pertinente airear que la Audiencia Provincial de Madrid ha advertido sobre la reforma del Código Penal promovida por el gobierno durante el 2003, defendida con entusiasmo por don Mariano Rajoy, entonces flamante vicepresidente primero, en el sentido de que la expulsión de inmigrantes de España en ciertos supuestos, va en contra de nuestra norma de mayor rango. ¿Quiénes son entonces los inconstitucionales?, podríamos preguntarnos perplejos. Y es que no hay peor entusiasmo que el de los conversos. El presidente Aznar, por ejemplo, no apoyó la Constitución hace 25 años. Ahora, escuchándolo, con esa defensa férrea de la misma y su posición pétrea en contra de cualquier modificación, parece que hubiera sido su principal mentor.

La Constitución, como cualquiera otra de nuestras leyes, es mejorable, si los españoles así lo deciden. No tiene por qué preocuparnos el que, de manera periódica y con amplios consensos, se vaya adaptando al ritmo de los tiempos. Alentar su reforma no coloca a nadie fuera de la ley. Pero no es de esta obviedad de la que quería tratar, un asunto que ya nos consultarán a los españoles en su caso, sino de la utilización torticera de la lengua, de ese sistemático falseamiento de las frases del adversario, de esas respuestas negativas a planteamientos que no se han hecho, siempre en tono de escándalo o de amenaza, o ese reducir la posibilidad de cambio -tan sano en una democracia- a la inyección del miedo por la llegada del lobo feroz. Una técnica sucia difícil de eludir en el juego dialéctico entre políticos, pero intolerable cuando la hacen suya periodistas que, desde una televisión pública, deben informar, de la manera más objetiva posible.

María García-Lliberós es escritora.

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