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Columna
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Irlanda en Bruselas

No es que uno sea un sentimental empecinado. Pero tiene, como Dios manda, su corazoncito. Además, el hecho de poseer pasaporte español no está reñido con sentirse todavía irlandés. Por lo cual, la llegada por sexta vez de la Verde Erin a la presidencia de la Unión Europea, precisamente en estos momentos en que se va a ampliar notablemente el número de miembros, es algo que reviste, para quien esto escribe, un interés especial.

Los irlandeses, a diferencia de los británicos, optaron por Europa -muy mayoritariamente- desde el primer momento. Era una manera de afirmarse frente a Londres, de tener un peso propio en el mundo, allí fuera. Y apreciaron en seguida los grandes beneficios, sobre todo para la agricultura, que podía aportar la plena participación en la gran aventura de la reestructuración del continente. De hecho les ha ido muy bien la apuesta, y es ya un tópico hablar del "milagro económico" que ha transformado el país, apenas reconocible ahora para quienes llevamos unas décadas fuera.

La Irlanda que vuelve a la presidencia de la Unión goza de muchas ventajas. No es la menor el hecho de haber quitado de su Carta Magna la reivindicación territorial referente al Norte, muy ofensiva para los protestantes de los Seis Condados. Decisión política, en su momento, de enorme valentía, así como de inteligente pragmatismo. Si un día llega la reunificación de la isla -que tiene poco más de la mitad de los habitantes de Andalucía- quieren los de la República que sea por la vía del consenso, nunca por la violencia de unos pocos, ni por la imposición de cualquier hipótesis "esencialista". Irlanda hoy es una sociedad mucho más permisiva que antes. Tiene un talante abierto, de diálogo, que seguramente se va a notar durante estos seis meses, cuando el asunto de la Constitución de la UE será primordial.

Si hemos de creer al gran europeo que fue Salvador de Madariaga, los irlandeses y los españoles tienen tantos rasgos en común que deben partir de una misma raíz. Si es así, la raíz es celta. De ello era muy consciente James Joyce, y Ulises -en mis tiempos la novela estaba prohibida en una Irlanda todavía inquisitorial- está sembrada de referencias a España, sobre todo a este Sur. Especialmente elocuente al respecto resulta la atrevida secuencia onírica de Molly al final del libro, con las alusiones a su despertar sexual en Gibraltar y Algeciras y sus numerosas frases españolas.

Es impresionante la programación de intercambios culturales que ha organizado Dublín para celebrar, a lo largo de su presidencia europea, la incorporación de los diez nuevos miembros de la UE. Habrá también el énfasis de rigor sobre Joyce. Por una felicísima casualidad, el 16 de junio, dos semanas antes de que finalice el mandato de Bertie Aherne y su equipo, cae el centenario de la famosa deambulación de Leopold Bloom por la ciudad del Liffey. El periplo será recordado este año, en medio de la magna celebración europea, con especial fervor, y cabe pensar que en fecha tan señalada la consumición de riñones, así como de la bebida nacional, superará todas las previsiones.

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