Una línea incompleta
Nada tan detestable como esa estupidez de que sólo se vive de niño y luego se sobrevive, ya que es de adultos crear, trabajar o conducir, y hasta algunos están listos para hacer grandes negocios
Caracteres
¿Qué tendrían en común Juan Goytisolo y Albert Boadella, más allá de su origen catalán? Seguramente, la propensión a la queja exagerada. El primero es un escritor reconocido, goza de una difusión de privilegio y de amplias tribunas internacionales que utiliza sin sosiego para exhibir una y otra vez su marginación ilusoria y una especie de ninguneo programado que no existe sino en su imaginación. El segundo dice hasta hartarse que el teatro es sagrado y que se siente como el bufón nacido para incordiar a los poderosos, cuando es bastante cierto que ha recibido cuantiosas subvenciones oficiales al menos desde mediada su ya larga carrera. Lo más curioso es que tanto uno como otro son muy relevantes, tanto por el dominio envidiable de su oficio como por el apoyo de sus seguidores y su extremada habilidad para hacerse pasar por víctimas en medio de su relativo bien pasar.
Algunos poetas buenos
Parece que Salvador Dalí consiguió entrevistarse con Sigmund Freud en Nueva York a fin de comunicarle la buena nueva: en adelante, se ocuparía de elevar el surrealismo a pintura automática, a la manera de la conducta del inconsciente. Freud ni se molestó en valorar la oferta, y se limitó a musitar que estaba persuadido de que Sófocles no había escrito para que el psicoanálisis se topara con Edipo. Después llegó Jacques Lacan, y sus lentejuelas de postín, para terminar de liar el asunto. Ese narcisista sin resuello tuvo alguna ocurrencia brillante, sin dejar de ser un doctrinario, de modo que creó escuela, también entre poetisos que escriben con fatiga a la manera lacaniana. La buena distancia aconseja la operación inversa. Se puede aprender de Brines, por ejemplo, a condición de no tomar fragmentos de su obra como pretexto para ilustrar teorías preexistentes. Lo contrario se diría impropio de caballeros más o menos ilustrados.
La piltrafa del regalo
Si no siempre se sabe qué cosa regalar a un niño que conoces bien en fechas tan regaladas, la cosa se complica hasta la paranoia cuando se trata de obsequiar a los adultos, ya sea por obligación, por gusto o por devoción. Si se recurre al sobado artilugio del libro, lo mismo se endosa a un amante de los líricos griegos arcaicos algo tan temible como El Señor de los anillos, o bien un adolescente que empieza a interesarse por el primer Antonio Machado recibe uno de los tochos de Harry Potter, cuyas esmeradas páginas utilizará secretamente como papel higiénico durante el curso siguiente. ¿Recurrir a los perfumes? Cuesta admitir que alguien a quien estimas consienta el regalo de una marca preñada de una iconografía detestable y en todo ajena a la personalidad que le supones. La solución más impersonal y menos agresiva, que tanto detestaba la Shirley MacLaine de El Apartamento, es depositar un dinero en algún lugar accesible, y allá se las compongan los agraciados. Si los hay.
La excepción Berlusconi
Abundan los políticos que ocupan el cargo para hacer triquiñuelas con las leyes de acompañamiento de los presupuestos públicos y forrarse en un plazo de tiempo poco decoroso, y los ejemplos de esa actitud depredadora son de todos conocidos. Menos frecuente es la figura del empresario todopoderoso que asalta también el Gobierno a fin de asegurarse su posición en el mercado. Ese descaro intervencionista, que lamina de una sólo impulso las raíces de la democracia, sorprende en un país como Italia, que ha dado activistas como Gramsci o Berlinguer, y también, aunque de otro signo, como Andreotti, por no hablar de sensibilidades tan ilustres como las de Fellini o Pasolini, Agnelli o Armani. Dario Fo ha hecho una obra en la que desnuda de arriba abajo a ese repeinado bufón de zapato alzado que se descojona contando chistes de casino, pero no parece que por aquí nadie esté resuelto a hacernos reír a cuenta de un tipo como Zaplana. Por ejemplo.
Ni mujer ni César
No es imprescindible recurrir a esa estupidez machorra sobre que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo, para sugerir acerca de muchos políticos que tal vez sean honestos pero que muchas veces distan mucho de parecerlo. En una especie de vendetta cuyo origen es todo excepto transparente, Carlos Fabra se encuentra con un problema de flecos complicados que puede ensombrecer su brillante carrera política. Por lo demás, tanto Camps como Zaplana recurren a la exageración sintomática cuando afirman que el castellonense sería uno de los grandes políticos que ha dado esta tierra, aunque cada cual es libre de formarse su propia idea sobre qué cosa es la política y en qué consiste la grandeza. Y estamos sólo ante el chocolate del loro.
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