Valencia 'kitsch'
En Quadern, en su columna habitual, Martí Domínguez juzgaba el otro día la compra para el IVAM de obras de Antonio de Felipe, una operación hecha por indicación expresa del Presidente de la Generalitat. El articulista dictaminaba de pasada sobre el escaso valor de esas piezas basándose para ello, decía, en la opinión de los críticos más prestigiosos. Proponía a cambio a Manuel Boix como un artista que merecería de nuestras autoridades un mejor tratamiento, como un autor que habría emprendido un proyecto más radical, arriesgado y exigente. Este último tendría, además, la ventaja de no haber abandonado el País Valenciano, lo contrario de De Felipe, que residiría en Madrid. La conclusión de Domínguez, expresada con un tono contrito y pesimista, mostraba su particular desolación y admitía con dolor que esta capital, Valencia, sólo era una ciudad kitsch. No tengo avales suficientes para juzgar la pertinencia de la operación emprendida desde la Generalitat, esa adquisición de cuadros. Pero sí que creo tener entendimiento suficiente para rebatir algunos de los argumentos de que se sirve Domínguez en su columna.
Llama la atención, por ejemplo, que la residencia de Boix en el País Valenciano sea un motivo de celebración para el columnista, como si de este hecho se derivara una virtud añadida, una cualidad suplementaria para su obra. Pero no podemos tomarnos en serio esa circunstancia: para la creación, sea ésta de la índole que sea, el espacio físico del artista es un condicionante, positivo o antipático, fatal o deseado, aunque siempre un dato externo a la propia obra. El contexto no explica las obras, ya que el espacio es algo interno, algo que está dentro de la escritura o de la pintura. Una creación es siempre un mundo posible, algo virtualmente existente hecho o rehecho con materiales físicos y con datos del exterior, pero algo que se irrealiza y que se transfigura. Al final, lo que aúpa una obra a la condición de clásica no son, por supuesto, el contexto del que pueda ser deudora ni los vínculos explícitos que tenga con el espacio físico en que se alumbró, sino su capacidad para rebasar esos límites estrechos, esa circunstancia en que vivió el autor. ¿Por qué razón? Porque lo que perdura no es el referente externo en que se inspiró, sino la recomposición de un espacio imaginario en el interior del cuadro o de la narración. Y, al margen de calidad, ya que hablamos de Antonio de Felipe, un artista que con toda justicia convendría calificar de cortesano, el preferido del príncipe, pondré un par de ejemplos también áulicos.
Hace unos años recuerdo haber leído un Velázquez, un volumen escrito por Francisco Calvo Serraller, y un Mozart, una sociobiografía debida en este caso a Norbert Elias. Son éstas dos aproximaciones interesantes e informadas sobre ambos personajes, sobre la proeza personal a que sus respectivas ejecutorias les obligó, sobre la circunstancia histórica, adversa, siempre adversa, que les tocó vivir. ¿Qué rendimiento se extrae de la lectura de ambas obras? Desde luego, un mayor conocimiento sobre la existencia humana, sobre el pugnaz combate que el genio emprende contra su tiempo, sobre las restricciones que impone la Corte o los mecenas modernos a los lacayos que se dedican a la pintura o a la música. Ahora bien, acerca de sus obras, acerca de la composición interna de sus obras, acerca del mundo interior que hay en cada acto de creación y que se consuma en un lienzo o en una partitura, prácticamente no averiguábamos nada. ¿Por qué razón? Porque lo biográfico no basta para explicar el lienzo ni pasa sin más a los pigmentos, tentación que el gran creador suele evitar, y porque incluso el referente en que se inspira, aunque sea reconocible y existente, se somete a una representación que jamás se dio como tal en el mundo externo. Conocer qué cosas hizo el autor puede ser tal vez interesante, pero hacer depender la creación y sus resultados de su contexto es un error en el que los críticos culturales ya no incurren. Lo mismo cabría decir del espacio físico del creador.
Pero, más que esto, que son trivialidades muy conocidas por las que debería disculparme por repetirlas, sorprende en Martí Domínguez su conclusión apocalíptica. Si los poderes locales promocionan a un artista de escaso valor, entonces es que ese dato confirmaría una vez más el triste sino de una ciudad, la nuestra, que se habría mostrado incapaz de rehacerse de sus abdicaciones seculares. Esta anécdota contemporánea corroboraría, en opinión de Domínguez, la fatalidad de una Valencia kitsch. El lector no está obligado a saber qué significa esa abstrusa palabra, ese terminacho, un préstamo que procedente del alemán ha llegado a todas las lenguas cultas. En su idioma de origen, designa lo cursi, el mal gusto, y con esa acepción se ha extendido en su uso corriente. Fue Umberto Eco uno de los primeros que empleó académicamente esa expresión y lo hizo en los años sesenta, en uno de aquellos capítulos que componían su Apocalípticos e integrados. Según precisara el semiótico italiano, lo kitsch no es exactamente el mal gusto o lo cursi o lo hortera o lo chabacano, como si éstos fueran vicios intrínsecos de una obra, de cualquier obra. Lo kitsch es, por el contrario, un efecto, la afectación de buen gusto, la impostación exhibicionista de los propios recursos, pocos, limitados, puestos enfáticamente de relieve y en aleación para así demostrar lo culto que uno es. Por eso, al margen de la calidad de las obras, tal vez la operación de compra de arte por los poderes entrañe siempre un acto de esta naturaleza: un modo también enfático de prestigiarse, una manera obvia de honrarse, suponiendo quizá que del arte derive alguna virtud personal, aspirando quizá a proclamar con ese gesto magnánimo y desprendido una cualidad noble. Ahora bien, la descripción resignada y fatal que Domínguez extraía de ello es, ya que estamos en compañía de Eco, una resuelta exageración. Insisto: la de Valencia como ciudad kitsch. Es una exageración y, como diría Alf, mi añorado extraterrestre televisivo, una hipergeneralización. Pero es sobre todo una conclusión que no se infiere de los hechos analizados, una inconsecuencia lógica, una imputación colectiva de la que a todos nos hace responsables. Si Valencia es kitsch, supongo que nosotros, los valencianos, seremos fatalmente cursis, aquejados de una incultura irremediable. Bueno, por qué no, es una posibilidad. En todo caso, de ser así, como no me resigno a ello, le rogaría a Domínguez que, por favor, me indicara en dónde podríamos refugiarnos quienes nos ahogamos en el cenagal de la tosquedad analfabeta, que me indicara dónde está el recinto de las bellas artes en que finísimos conciudadanos asisten con fruición y éxtasis reparador al triunfo del buen gusto.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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