Paz de pantalla
La publicidad destinada al público infantil juega con una evidente ventaja de inocencia, entusiasmo y permeabilidad en la recepción. Los niños son, digamos, presa fácil. Por eso y para evitar que la ventaja se convierta en alevosía, el sector se somete a un código deontológico que prohíbe, entre otras cosas, mezclar en los anuncios para niños imágenes reales y ficticias o presentar a menores en situaciones de riesgo; o servirse de famosos para convencer (subrayo esta última reserva). Y es que además, dicen los expertos, los niños menores de 11 o 12 años no saben lo que significa la publicidad, es decir, no comprenden que detrás de cada anuncio vistoso se esconde alguien cuya única intención es venderles algo.
A los adultos los anunciantes no nos ponen red. Y, sin embargo, no siempre resulta fácil, incluso con muchísimos más de 12 años cumplidos, distinguir y deslindar la información de la propaganda. Estoy pensando, por ejemplo, en la fusión que de ambos conceptos hacen los noticiarios de nuestros entes públicos (aquí subrayo el plural que hermana y recuerda que lo más parecido a un goteo de poder suele ser otro goteo de poder). Y tampoco es siempre sencillo determinar, dentro de la publicidad más explícita, cuál es exactamente el producto puesto en venta.
Aunque se celebran en invierno, las navidades son el agosto de la publicidad. El frenesí comercial es de tal calibre que en la televisión, sin ir más lejos, más que anuncios insertados en la programación nos encontramos con programas metidos a trocitos y con calzador en la corriente publicitaria. O por decirlo de un modo más plástico, en el mosaico de la televisión navideña los anuncios son los fragmentos del dibujo y la programación sólo el cemento que los mantiene unidos. Tanta abundancia abruma, aturde, complicando las necesarias tareas de deslinde a la que antes me he referido.
La televisión pública vasca nos ha estado transmitiendo estos días sus buenos deseos para el 2004 con un anuncio que me intriga. No consigo situar sus fronteras; separar sus ingredientes de publicidad, autopromoción y/o intenciones varias; ni determinar, en consecuencia, la realidad, las condiciones y el valor de la "venta". Y me inquieta a pesar de que el lema reluce: demos una oportunidad a la paz; y convencen la valía y el prestigio de las figuras elegidas para sustentarlo: Gandhi, Nelson Mandela, Madre Teresa, el Dalai Lama, Martin Luther King, John Lennon, Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. Nada menos que todos ellos y que la paz.
Parece transparente, pero no lo veo nada claro. Aunque tengo muchos más de 12 años y una fama bastante merecida de optimista, hay en ese mensaje de ETB una "oscuridad" que no me pasa. Algo en su bondad que se me atasca. Que me irrita incluso. ¿Quién es el nosotros de ese "demos" (del verbo dar)? ¿Por qué si es plural el sujeto es singular la oportunidad del objeto? ¿Qué significa a estas alturas "paz" para quien nos gobierna y gobierna las siglas que así se anuncian? Qué sentido tiene utilizar la imagen de personas cuyo talento o grandeza casi nadie discute: ¿es una apropiación; una identificación disparatada y/o soberbia? ¿Una pantalla; un biombo? O la búsqueda humilde y desesperada de un(a) guía. Creo que, en realidad, lo que me agobia es la proporción. Todo en ese mensaje es demasiado. Demasiado grande, bello, demasiado ambiguo. Vasta y vaga la paz. Colosales las hechuras humanas de referencia. Y ya se sabe que quien mucho abarca poco aprieta. ¿Es lo que se pretende, en este caso, no apretar?
La paz y el respeto no son abstracciones de altos vueltos, son concreciones hechas de piezas pequeñas, abordables y próximas. No necesitamos confundirnos con los genios o los santos para dotarnos de unas normas dignas de convivencia. Basta con la autenticidad de la intención pacífica e integradora. Con el equilibrio cierto del respeto. Basta con restituirle su carne de sentido a las palabras de uso diario, público y común. Público que es común.
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