El poeta
Viajaré en el tiempo, hacia Córdoba, en 1949. Sigo al hispanista Brenan, que llega en tren, en febrero. A través de sus ojos, extrañados, de otro país, miraré Córdoba, ciudad que Brenan ve de color amarillo, gastada, pobrísima, espléndida, encantadora, gloriosa. Hay casas de dos pisos y patio con macetas y fuente. La gente está "excesivamente orgullosa de su ciudad", pero ignora su pasado, no sabe quién es Góngora. El profesor de instituto, donde estudian los niños ricos y de clase media, preparados en la enseñanza primaria de la Iglesia católica, dice que poquísimos pobres estudian. "Uno no puede andar por Córdoba sin sentirse horrorizado por la pobreza", anota Gerald Brenan en febrero de 1949. "Esto es peor, mucho peor que cualquier otra cosa que yo recuerde".
Es el mundo en que empezó a escribir su poesía Pablo García Baena. Entonces inventó una Grecia real, material, de ninfas, siestas y racimos fecundos, junios felices e inagotables para el abrazo con la tierra y los hombres. El hilillo del arroyo se fundía con el raudal de los torrentes, bajo los astros y los árboles como antorchas. Estaban vivos los dioses antigos: Pan, el zagal, cantaba con un junco en los labios. Los muchachos seguían la llamada, el murmullo misterioso del bosque, que daba miedo. Como dijo un poeta inglés: Echamos de menos a los dioses, no nos importaría beber de creencias extinguidas con tal de sentirnos un poco menos desprotegidos.
Pablo García Baena creó una Grecia íntima, cordobesa, una Edad de Oro en los plomizos años 40 y 50. Ideó un mundo mediterráneo, generoso, saludable, frutal, donde uno era libre y soberano, decidía en asamblea los asuntos de la ciudad y vagaba por las huertas en compañía de dioses y diosas. Ser poeta es una manera de ser extranjero, y Pablo García Baena se convirtió en dos veces extranjero: ciudadano de su Grecia de Córdoba, y hermano de tantísimos poetas de la Europa nórdica que viajaban a España, Italia o Grecia, huyendo de sus padres y en busca de una pureza perdida en los tiempos de la gran industria. Aquí sólo había la lenta industria del desastre heredado. El paraíso sólo existe en la imaginación.
Pero Pablo García Baena también transfiguró su realidad cordobesa en mito: un cuento de barberías, talabarterías, tiendas de ultramarinos, pájaros exóticos pintados en las cajas de dulces, juglares y doncellas, latas de carne de membrillo como escudos vencidos de guerreros, Sandokan y Robinson, un niño rodeado de bufandas, con fiebre, en la casa de luto, que a través del balcón descubre la fábula de la Semana Santa, la Oración del Huerto y la larga trompeta morada del Jueves Santo. El deseo de leyenda lo embarca en ilusorios viajes por el Atlas Universal, de Veracruz al Bósforo, "muchacho infatigable bajo la dulce lámpara", o, más lejos, en otro mundo, en el cielo de un cine provincial un domingo de 1950.
Estoy leyendo a Pablo García Baena un sábado de 2004. Hacia 1950, Pablo García Baena escribía poemas que adivinaban en el pasado mítico lo que se iba a escribir en el futuro. Sigue escribiéndolos. Estos días le rendimos homenaje.
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