_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Baile para dos con Celestina

Sentada aquí, en uno de esos cómodos, inmensos y fantásticos asientos de Iberia, con el zumo de tomate dando saltitos en mi estómago a causa de no se sabe qué turbulencias que han decidido seguirnos -y perseguirnos- por el camino, la verdad es que no estoy en mi mejor momento memorístico. ¿Cómo era la cita que aprendíamos de carrerilla en los floridos pensiles de nuestra infancia? Más o menos: "¡Qué buen vasallo si tuviere buen señor!". Aunque no es una cita adecuada en el contexto, me viene sin permiso y se me acomoda en el cerebro como si fuera una magdalena proustiana. La imagen que tengo es entre iguales y no de vasallo a señor, pero hay algo de ese sentimiento de impotencia refranero en esa foto a dos con nodriza incorporada que nos ha servido la actualidad política. ¡Qué buen hablador si tuviere buen escuchador! Lo cierto es que Maragall se ha puesto sus mejores galas de buen chico, ha desempolvado del baúl de los viejos tiempos la paciencia bíblica que le ha hecho tan resistente y, pedagogía en mano, ha cogido el puente aéreo y ha protagonizado ese gesto de cortesía institucional que es algo más que un gesto y mucho más que un formato. Alguien dijo que la ley nos había hecho humanos. Me atrevería a decir que nos hizo humanos la cortesía. Sea como fuere, y a pesar de no ser recibido con honores -no fuera caso que alguno, por semblar cortés, dejara de parecer prepotente-, y aún con el ruido mesetario espantándole la sonrisa, Maragall ha conseguido llegar a Barajas, tomar camino a la Moncloa y hasta ser recibido, puerta trasera mediante. Dentro, cual teleñeco glorioso de Canal Plus, le esperaba él, el hombre del ceño fruncido, con esa cara que gasta de salvador de una patria que no le pedido que la salve de puñetera nada, amo y señor del terruño del Estado, martillo de herejes periféricos caídos en las garras del extremismo. Al ladito de ambos dos (¿cómo carallo se escribe recto con estos saltos del Dragon Khan aéreo en el que estoy montada?), al ladito, decía, respira hondo el niño Arenas, circunspecto en su versión de señorito andaluz en viaje de negocios a Madrid, tan lejano ya del simpático chico de los recados que conocí en las épocas parlamentarias.

Sentados, pues, en el sofá del poder de poderes, que es el poder del Estado, Aznar ni tan sólo saca ese famoso cepillo para cepillar catalanes que decía Tarradellas que tenían todos los despachos de Madrid. Serio, para mostrar al mundo que él no se ríe con España. Trascendente, quizá porque confunde el término con el de intransigente. Y sobre todo parco, con esa parquedad de cristiano viejo que le enseñaron en los manuales de su camisa azul adolescente. Es decir, básicamente antipático. A pesar de todo, de empezar mal, de no entenderse ni en el saludo, de ser recibido por un frontón sin sentido del humor, de no conseguir ni el borrador de un preacuerdo para volverse a hablar, y a pesar de llegar a Madrid con el cartelito de "chico malo" colgado del cuello, a pesar de todo, Maragall dice que la entrevista ha ido bien. Una, que conoce al Pasqual optimista de los momentos duros, no se sorprende de esa militancia maragalliana en la ingenuidad inteligente, pero incluso así, me sorprendo... ¿Qué ha ido bien? ¿Qué se han visto? ¿Qué se han visto y no se han mordido? ¿Qué se han visto y Aznar no le ha mordido? ¿Qué...?

Permítanme discrepar del optimismo de don Pasqual: ha sido un horror de visita. Y no porque las formas no se hayan guardado, aunque forzadas en sus límites, sino porque no se han guardado los fondos. Lo que había en la antesala de la visita, y lo que ha persistido con indómita resistencia a lo largo de ella y después de ella, es de una insolencia vergonzante y desde luego intolerable. Lo que hay y lo que había es esto: un presidente catalán culpabilizado por el mero hecho de ejercer su derecho democrático a pactar para ser presidente; un país, Cataluña, con una trayectoria histórica en el pacifismo y en la democracia fuera de toda duda, y sin embargo demonizada con todo tipo de estigmas violentistas y radicales; un Estado, España, convertido en propiedad privada de un partido político cuya herencia histórica no se arraiga, precisamente, en lo mejorcito de la memoria, y un presidente, Aznar, subido a los tacones de su soberbia, capaz de señalar quién y quién no puede gobernar, tan confundido con su propio mesianismo que confunde España con una religión. Maragall puede sonreír hasta hartarse, cual infatigable Job, pero es una vergüenza que el presidente de nuestro país tenga que aguantar las insolencias de un demócrata converso, tenga que pedir perdón por ser presidente, y hasta tenga que demostrar que es un buen chico. Cosa que, además, nadie se cree. ¿Será por eso que en su comité de notables -bonita "isla de los famosos", con viejas glorias incorporadas, se ha montado Zapatero-, el PSOE no haya incluido a ningún catalán. Será.

En fin. Entiendo la buena voluntad de Maragall y su militancia en la sonrisa cortés. Pero mientras este aprendiz de brujo sea presidente, dos cosas serán ciertas al otro lado del puente aéreo: que no tenemos interlocutores sino guardianes, y que España se convierte en un comodín con el que atizarnos el trasero. No estamos en debate. Estamos en examen, y el pizarrín de las notas lo tienen los malos.

Pilar Rahola es escritora y periodista.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_