En defensa de los 'otros' animales
Vivimos rodeados de ellos. Constituyen para la mayoría de nosotros una fuente esencial de alimentación. A algunos les proporcionan, con una lealtad difícil de encontrar, compañía y consuelo. A otros, entretenimiento. Son "los animales", calificación de base más que dudosa, más cultural que científica, en tanto que con ella queremos referirnos a los miembros del reino animal, pero excluidos nosotros, los Homo
sapiens. Y no es sólo que compartamos con ellos una serie de mecanismos de naturaleza biológica, sino que son -clara e irrevocablemente en el caso de los mamíferos- de nuestra misma "familia"; esto es, nos une a ellos el pasado: tuvimos ancestros comunes, aunque el paso del tiempo y las diferentes condiciones medioambientales crearon ramas diferentes de lo que una vez fue un mismo tronco.
Todos estos hechos no son ignorados, pero ser conscientes de algo no significa que obremos en consecuencia, como muestra, con la claridad del cristal más transparente, nuestro comportamiento con los animales, a los que, la mayoría de la humanidad ha -y continúa haciéndolo- despreciado, maltratado, vejado, además de, claro, matado, bien por "placer" o para alimentarse.
Siendo como soy carnívoro, un hecho éste del que no soy capaz de liberarme y del que me avergüenzo con frecuencia, al igual que darwiniano, no puedo dejar de comprender algunas de las razones biológicas y evolutivas que ayudan a entender nuestro comportamiento con otros animales. Pero al mismo tiempo que reconozco mi pertenencia al clan de los homínidos que se abrieron camino cazando por todo tipo de territorios, compitiendo brutalmente en la lucha por la vida, y que me doy cuenta de que biológicamente no hemos cambiado tanto en al menos los últimos cien mil años, proclamo con orgullo mi pertenencia a una especie que también ha sabido ser racional y humanitaria. Es verdad que la racionalidad no siempre va acompañada de, o implica, compasión, que los maestros de la racionalidad no son necesariamente ejemplos en ese humanitario arte que es sentir afecto y comprensión por la vida, pero no es menos cierto que la semilla que a lo largo de milenios sembraron todos aquellos que potenciaron nuestras habilidades racionales produjeron, entre otros frutos, un movimiento que promueve la defensa de los derechos de los animales, de, habría que decir, los "otros" animales, o los "animales no humanos". Un movimiento que tiene entre sus líderes más destacados y conocidos mundialmente a la primatóloga inglesa Jane Goodall (Londres, 1934), Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2003.
La historia de Goodall ha sido contada miles de veces, entre otros por ella misma, en su libro autobiográfico, Gracias a la vida (2000). Y dentro de esa historia un momento trascendental fue cuando visitó, en 1957, al famoso antropólogo, buscador de fósiles y cabeza de una saga sin la cual nuestros conocimientos del pasado de la humanidad serían muchísimo más pobres, Louis Leakey, cuando éste era administrador del Museo Nacional de Nairobi. Leakey la contrató como secretaria auxiliar, animándola posteriormente (en 1960) a que estudiara la vida de un grupo de chimpancés salvajes instalados en la Reserva de Caza en Gombe Stream (Tanzania), en las orillas del lago Tanganika. Aquello cambió su vida, al igual que la de los miles de animales, de chimpancés especialmente, a los que esta emprendedora y atrevida mujer ha auxiliado a lo largo de los años a través de instituciones que ella misma ha creado.
No menos importante para en-
tender su biografía fue la relación que de la mano de la sociedad National Geographic inició muy pronto con la televisión. De hecho, aunque sin duda hay que considerar a Goodall como pionera en el estudio científico del comportamiento de los primates, su fama y sus méritos se deben sobre todo a su labor como activista en defensa de los derechos de los animales. Los diez mandamientos para compartir el planeta con los animales que amamos, escrito en colaboración con el biólogo Marc Bekoff, también un esforzado defensor de los animales, forma parte de sus esfuerzos en semejante ámbito. Se trata de un texto en el que una parte importante está dedicado a mostrar los sufrimientos que los humanos infringimos a los animales, un sufrimiento que es tanto más cruel en la medida que muchos de ellos (como pueden ser chimpancés, orangutanes, perros, cerdos o delfines) son capaces de experimentar, al igual que nosotros, sensaciones como dolor, alegría o desamparo. La crudeza con que los autores muestran tales maltratos y sufrimientos no dejará de conmover a cualquier espíritu sensible y respetuoso por la biodiversidad. El valor moral, humanitario y solidario con la conservación de la vida en el planeta del libro de Goodall y Bekoff debe ser destacado como su principal mérito, un mérito que en mi opinión se ve ensombrecido por algunos defectos notables. En primer lugar, por lo reiterativo de muchos de los argumentos y casos presentados, reiteración que tiene que ver con el deseo de sus autores de producir precisamente "diez mandamientos". Algunos menos no habrían disminuido en absoluto la fuerza de sus argumentos, pero sí liberado a los lectores de una retahíla de mensajes y recomendaciones que pueden terminar cansándoles. Un segundo, y muy importante, defecto es la parcialidad con que se presentan algunos casos, en particular los argumentos que se dedican a combatir el uso de alimentos y medicinas manipuladas genéticamente. Estar en contra no debe nunca significar presentar únicamente sólo una cara de la realidad, aquella que favorece nuestras pretensiones, y menos cuando se hace en nombre de "la ciencia".
Afortunadamente, acaba de pu
blicarse otro texto, también respetuoso y compasivo con los animales, libre de los defectos de parcialidad y falta de solidez de razonamiento que aquejan al de Goodall y Bekoff: Justicia para los animales, del profesor de Filosofía del Derecho Pablo de Lora. Sólidamente argumentado e informado (especialmente en lo referente a las legislaciones introducidas en defensa de los animales, y en qué medida se cumple lo que éstas exigen), este libro se enmarca en la mejor tradición filosófica, ética y humanitaria. A destacar que incluye un capítulo, el último, titulado: España: la crueldad institucionalizada, cuyas postreras palabras, relativas a las corridas de toros, merece la pena reproducir: "Ha llegado el momento de parapetar al propio toro frente a una fiesta bárbara que sólo por la conjugación de la inercia, la desidia y el buen rédito que en nuestros tiempos obtiene la peculiaridad cultural o religiosa persiste entre nosotros".
Y si de españoles y estudiosos de los animales se habla, es imposible no referirse a Jordi Sabater Pi, a quien le fue ofrecido, en 1966, cuando era responsable de un centro de adaptación e investigación de animales situado en las afueras de Bata, un pequeño y entonces con pocas esperanzas de sobrevivir gorila blanco, que terminaría viajando al Parque Zoológico de Barcelona, donde se le puso el nombre de Copito de Nieve. Copito para siempre es un breve y hermoso libro que contiene la historia de este gorila que tanta fama tuvo y que tantos amaron, un testimonio ilustrado por los maravillosos dibujos de Sabater Pi, que por sí solos justifican la obra.
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