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Columna
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Sus Majestades de Oriente

El martes por la tarde le pregunté a un amigo, con dos café por medio, qué esperaba de los Reyes Magos; circunspecto, me replicó que de los Reyes nada de nada, que él se lo había pedido todo a los camellos. Y fue sólo muy luego cuando reparé en lo atinado de tal proceder, porque parece que ya sólo hachís, opio y teteras de hojalata es cuanto cabe aguardar de ese punto cardinal catastrófico del que proceden las caravanas, antes patria de imperios y vivero de especias, y que hoy eligen para cebarse los terremotos, las dictaduras y los planes de paz que no encuentran el norte por mucho que les pongan hojas de ruta delante de las narices. A pesar de todo, los Reyes Magos de que hablan los padres a sus niños siguen viniendo de Oriente: y los niños se preguntarán, con razón, cómo van a ponerse a exigir juguetes y confitería a aquellos remotos desgraciados de los bigotes, que bastante tienen ya con remediar su cuota de quebrantos particulares y remontar su miseria. Hoy resulta mucho más rentable, dónde va a parar, ser futbolista que sátrapa oriental; y aunque Ronaldo se parezca al rey de Siam de la película, podemos afirmar sin que nos tiemble el pulso que es todavía más feo y disfruta de algunas riquezas más que Yul Brinner en aquel vetusto decorado con pagodas en que galanteaba a Deborah Kerr. Por todo lo cual la respuesta de mi amigo, que bebía inocentemente su café sin advertir lo complicado que resulta clavar el dardo en el centro geométrico de la verdad, me convenció de inmediato: Oriente se ha puesto de una manera que sólo nos queda añorar el hachís y el sándalo. Que, por lo demás y pipa o narguile mediante, puede proporcionarnos también las alfombras volátiles y los genios con coleta que ha patentado la publicidad.

Salí por Sevilla a ver la cabalgata, más que nada para cerciorarme de veras de que la navidad terminaba de una vez, y tuve la ocasión de experimentar una profunda revelación. Los padres creen que engañan piadosamente a los niños para preservar su ilusión con todo el cuento de Sus Majestades de Oriente, los camellos y la estrella; pero cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que son los niños los que mienten misericordiosamente a sus progenitores, haciéndoles creer que este burdo carnaval puede convencer a alguien, salvo a ellos mismos. En efecto, los Reyes vienen para los adultos, no para sus aburridas proles, que apenas logran reprimir las carcajadas cuando ven circular a esos tres fantoches con barbas postizas y coronas de plástico, agotados de tanto trasegar las calles ametrallando caramelos. Los niños ya no reconocen la zoología misteriosa que se exhibe en las carrozas de la procesión: observan con intriga cómo el lobo amenaza a Caperucita desde el lecho y el canesú sin comprender de qué va la cosa, o cómo un gato torpe se destroza los pies con unas botas de tamaño equivocado. Ellos esperan a los acróbatas de Matrix, a los Pokémon, a Sin-Chan enseñando el culo, a Frodo Bolsón (el de la película, no el de sus padres ni el mío), al pececito Nemo: gente interesante, en fin, y no estos famosos de segunda categoría que sólo son capaces de deslumbrar a los ancianos de treinta y tantos años sobre cuyos hombros se aúpan para dar gritos y atrapar golosinas.

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