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El extraño trabajo de Tomás y las albóndigas con patatas de Lucía

Jorge A. Rodríguez

Un lotero que reparte suerte y millones crea a su alrededor un campo gravitatorio que atrae por igual a agraciados, desafortunados y oportunistas. A los dos primeros grupos se les distingue fácilmente. Los terceros tienen una naturaleza más discreta. Tomás, por ejemplo.

Tomás observaba la situación apoyado en la medianera del bar Caliente, Caliente y la panadería que hay frente a la administración de la calle de La Laguna, allí donde su dueño, Luis Gómez, con su mujer y su hija, recibían a prensa y ganadores. Cuando Tomás creía localizar a un ganador (fácil, porque la sonrisa y los gritos, cuando no las botellas de cava, suelen delatarlos) los abordaba de forma queda y educada para hacerles esta propuesta: "Mire, como sabe, los premios de la lotería están exentos de pagar a Hacienda. Por eso, hay gente que, por cosas del fisco, le interesa comprar décimos premiados".

Tomás seguía: "Si usted me vende el décimo, le damos uno o dos millones de más. Si no lo tiene usted, pero hace de intermediario con alguien que sí lo tiene, pues puede ganarse un pico, unas 200.000 pesetas". Es uno de los métodos más comunes para hacer aflorar dinero negro, aunque sea con estas comisiones: el dinero sale del maletín, se cambia por el décimo y luego se cobra, ya inmaculado y libre de impuestos.

A continuación, Tomás daba un número de teléfono anotado a boli en un billete en blanco y volvía a observar con su carpeta marrón pegada al pecho. "Hacer esto da mucho corte, porque la gente no siempre lo entiende", decía. O lo entiende demasiado bien

Por un pelo

Los de la categoría de los desafortunados (se dividen en curiosos y desafortunados puros) también se distinguen por su actitud -manos en los bolsillos, sonrisa poco alegre, movimientos laterales de cabeza- y en la prédica. "Qué mala suerte. Ayer [lunes] quedaban como cuatro o cinco décimos, pero mi mujer, que bajó a comprar un décimo, se llevó uno acabado en 98", se lamentaba Redondo Domínguez. Diodoro, que dice que es de Ecuador, saca tres décimos del bolsillo, comprados todos en la administración carabanchelera. "Nada, nada y nada; ni un dólar, esto es, euro. Bueno, al menos hoy es fiesta". Compra una barra de pan y se larga.

Tercera categoría. Lucía Seseña pertenece a ella y lo dice. "Ay, que sí, me ha tocado, un décimo... Me están diciendo que son 26 millones", explica. ¿Qué ha hecho hoy? "Nada especial: mire, me he dejado la comida hecha, nada del otro mundo, ensaladilla, albóndigas con patatas y, de postre, piña, y luego me he tirado a la calle. Ya lo celebraré otro día con mis dos hijos; antes tengo que liquidar cosas que hay que pagar".

Visto así, ayer en Carabanchel se cumplía trastocado el viejo aserto español que decía que donde uno está trabajando siempre hay seis fumando. Y allí donde toca la lotería siempre hay uno celebrando y seis mirando. Y al menos uno ojeando.

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Sobre la firma

Jorge A. Rodríguez
Redactor jefe digital en España y profesor de la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Debutó en el Diario Sur de Málaga, siguió en RNE, pasó a la agencia OTR Press (Grupo Z) y llegó a EL PAÍS. Ha cubierto íntegros casos como el 11-M, el final de ETA, Arny, el naufragio del 'Prestige', los disturbios del Ejido... y muchos crímenes (jorgear@elpais.es)

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