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Columna
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Divertido

Josep Ramoneda

Divertido: ameno, distraído, entretenido. En estos tiempos post en que vivimos alguien ha decretado que todo es divertido. Es sorprendente la cantidad de veces que se oye esta palabra en el lenguaje común. ¿Qué te ha parecido la casa de tal? ¡Ah! Muy divertida. ¿Me recomiendas este libro? Sí, es muy divertido. ¿Qué tal fue ayer? Divertido. ¿Te gusta este mueble? Es muy divertido. El colmo ya fue el día en que a un señor de agenda llena y alta responsabilidad le pregunté: "¿Cómo lo llevas?". Y me contestó: "Intenso, pero divertido". Divertido parece ser la categoría moral que colma las aspiraciones de la economía del deseo de la ciudadanía en los tiempos frenéticos que corren. Apartar o distraer la atención de las cosas que puedan comprometernos, apasionarnos, incomodarnos u obligarnos demasiado parece ser el máximo grado de satisfacción disponible en el mercado. Si todo se compra o se vende lo que importa es el dinero, no la imaginación o la pasión.

Decir de una película, de un mueble, de una pintura o de una relación que es divertida, además de revelar la pereza o incapacidad de explicar lo que se ha visto, demuestra la escasa implicación con que se ha vivido y el nulo interés en que dure más que el instante de consumirla, es decir, de empezar a pensar en la compra siguiente. Lo divertido está en la zona tibia de la capacidad de gozar, donde, aparentemente, no hay riesgo. Y en una sociedad que se siente sometida a todo tipo de riesgos, la principal preocupación de la economía del deseo individual es evitar los riesgos o, en cualquier caso, buscar experiencias lo más pasajeras posibles para no darles la oportunidad de que penetren más allá de la piel.

En realidad, divertido es el término que corresponde al hedonismo light que viene del frenesí consumista y de la hiperactividad de una vida social hecha de prisas que necesita agenda incluso para el ocio. La regla de oro de la jaula divertida en que vive el ciudadano nif (consumidor, competidor, contribuyente) dice que nada se disfruta porque el principio es la compra y cualquier compra no es más que una estación camino de la siguiente. No hay momento para la posesión, la pasión o el goce, porque éstos son exigentes: piden intensidad y nos colocan frente al riesgo del placer, que inevitablemente linda con la posibilidad de la frustración o el sufrimiento. Divertido es un modo de decir: aparten de mí cualquier cosa que pueda dejar alguna huella sobre mí mismo. Por eso el personaje divertido se va haciendo cada vez más insulso, hasta que ya ni siquiera divierte o se divierte.

Divertido es el máximo nivel de placer que corresponde a aquello que se adquiere por Internet, se pide por teléfono móvil o se compra en un centro comercial. El placer de lo que está hecho para ser olvidado tan pronto como uno lo tiene entre las manos. El placer de todo aquello que nos viene protegido, asépticamente preparado y cumpliendo todos los requisitos de incontaminación física o moral. Este limbo vital es la consecuencia de lo que Marcel Gauchet llama "la integración psicológica del mercado". El mercado era algo externo al individuo y a la vida: un mecanismo para el intercambio y distribución de bienes y servicios. Pero el mercado ha ido penetrando en sus actores. De instrumento a ideología y de ideología a fuente de normatividad y de regulación del comportamiento ciudadano. Si todo se compra o se vende, el propio ciudadano acaba entendiendo que su reconocimiento depende de su capacidad de comprar y de venderse. Puestos en el escaparate, en tanto que objetos de consumo, somos, nosotros mismos, susceptibles de ser juzgados como divertidos. Es lo máximo que se nos pide: que sepamos apartar la atención de las cosas demasiado gustosas o demasiado desagradables. Que garanticemos que nuestro paso será breve, aséptico y sin dejar señal para la memoria o la melancolía.

Usar y tirar. El problema es que cuando a uno le tiran no es nada divertido. Puede ser divertido tirar al otro desde la convicción moral de que todo está hecho para ser tirado; puede ser divertido tirar la mercancía porque ésta es su condición, pero cuando uno se queda tirado descubre que en la lógica de lo divertido hay, como en todo, ganadores y perdedores. Y entonces aparece la cruda pregunta formulada por Richard Sennett: "¿Quién en la sociedad me necesita?". Siempre hay algún osado que no cumple las exigencias de lo que no se puede decir, y contesta: Nadie. Es la sociedad de la indiferencia en la que el ciudadano es reconocido como consumidor, como competidor, como contribuyente, como inventario de encuesta y como portador de unos derechos humanos dirigidos a una esencia abstracta del hombre más que a unos hombres concretos. Aseguran que fuera de esta jaula no hay cobijo posible. Pues sí que estamos divertidos.

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