2004: ¿podrá Europa ser Europa?
Al menos eso me gustaría. Que 2004 fuera el año en que Europa optara por ser más que un espacio económico relativamente homogéneo, para avanzar en la creación de un polo político y social que sirva de referente en el desconcierto global que atravesamos. Y puestos a desear, me gustaría también que las próximas elecciones generales de marzo tengan a Europa como uno de los elementos centrales de la contienda electoral. El (pobre) debate de hace unas semanas demuestra lo poco arraigada que aún está la idea de Europa en nuestras sociedades a pesar del euro y de las políticas europeas ya en marcha. No hay una sensación de ciudadanía compartida. No hay una identidad o unos valores compartidos sobre los que basar la conciencia de que somos, y por tanto que juntos podemos de manera conjunta buscar un futuro compartido y mejor. Y sólo en contadas ocasiones existe un espacio público que podamos calificar de europeo. Así, es fácil entender que los que actúan como nuestros representantes hayan abordado esas negociaciones como portavoces de unos pueblos permanentemente ausentes. Han hablado de comunidad de valores, de una ciudadanía en construcción, pero en la práctica son sólo representantes de entidades estatales y de intereses económicos, manteniendo a sus ciudadanos permanentemente alejados del proceso europeo. Tenemos un nombre, Europa, pero no tenemos un pueblo al que relacionar con ese nombre.
Se preguntaba hace tiempo Timothy Garton Ash: "¿Podrá Europa llegar a ser Europa cuando precisamente se está convirtiendo en Europa?". Con ese juego de palabras el pensador británico ponía de relieve la dificultad del tránsito entre la actual Europa de 15 miembros hacia una Europa unida políticamente, precisamente en el momento en que su ampliación la está convirtiendo de verdad en un entero continente. No es nueva la sensación de lejanía y de desconfianza de la gente en relación con las instituciones europeas. Sí es nueva la sensación de que Europa tiene enfrente nuevos retos que esta vez exigen cambios significativos en la forma de gobernar y en las formas de legitimar cada una de las acciones de gobierno por parte de las instituciones europeas. El diagnóstico de Laeken fue claro: "Necesitamos unas instituciones menos lentas y rígidas, y sobre todo, más eficientes y transparentes"; "los ciudadanos consideran que todo se acaba acordando demasiado a menudo por encima de sus cabezas y desean un mayor control democrático".
¿Cómo avanzar hacia una Europa de ciudadanos, de derechos, de valores realmente compartidos? ¿Qué es Europa? Más allá de la delimitación geográfica aún en discusión, más allá de unos hipotéticos valores comunes a los que ha apuntado Vaclav Havel en diversas ocasiones (www.eurplace.org), Europa ha surgido y sigue teniendo sentido sobre la base de unas experiencias históricas compartidas que nos sirven de acicate para superar formas obsoletas de entender las relaciones entre países y pueblos. Para dar un salto adelante, el enfoque funcionalista de construcción europea, que tantos éxitos ha cosechado en estos años, ya no nos sirve. Construir Europa a través de las políticas, de los outputs, en un proceso de integración paso a paso, ha servido para llegar donde estamos, evitando la azarosa senda del nation building, permitiéndonos no encarar de forma abierta el tema de la identidad europea. Hemos buscado la legitimidad en los resultados, y conscientemente nos hemos olvidado del contrato común, de esos inputs compartidos que están en la base de cualquier sociedad mínimamente cohesionada. Pero ahora no podemos aplazar más el tema. Simple y llanamente porque sin un poco más de inputs ya no lograremos avanzar en los outputs.
Dice Laurent Likata que identidad, desde un punto de vista político, tiene que ver con la lealtad a unas instituciones políticas y con la probabilidad de que la gente actúe como miembros de una comunidad, con un sentido colectivo de lo que son los intereses o el bienestar común. Ese sentirse parte de una comunidad política apenas si existe en Europa. Con unos cuantos años de Bush azuzando a propios y extraños y con unos cuantos berlusconis y aznares menos en el poder, quizá lo acabaríamos adquiriendo sin ni siquiera darnos cuenta. No creo, en todo caso, que el debate esté en sustituir unas identidades por otra más amplia. Podemos, en todo caso, completar o complementar nuestras propias identidades modulares y compartidas, ya que, como es sabido, la identidad no es algo fijo y establecido para siempre. Y la identidad europea será imposible de construir a no ser que parta de la diversidad como uno de sus elementos constitutivos. Muchos agitan ahora las aguas advirtiéndonos que si en la actualidad tenemos 11 lenguas oficiales y 132 posibles combinaciones lingüísticas, después de la ampliación llegaremos a las 462 combinaciones. Afirma Umberto Eco que la lengua de Europa es la "no lengua", la traducción. Con ello alude a la necesidad de entender nuestra diversidad como un valor y no como una constricción. Y no debemos renunciar a ello, sino luchar para ampliar, con el catalán, aún más el marco de implicación colectiva que se transmite a través de una lengua que se reconoce como europea. La diversidad cultural es un prerrequisito para avanzar hacia una Europa sentida como propia por la gran mayoría de sus ciudadanos.
Si Europa ha de construirse de manera que vaya más allá de un conjunto institucional y de reglas que aseguren el libre funcionamiento del mercado y cierto reequilibrio territorial (que es lo que tenemos hasta ahora), deberá precisamente avanzar en ciudadanía social. Sin "espacio público europeo", sin sensación de ciudadanía compartida, no habrá construcción de Europa, y ello no se producirá de manera casual o jerárquica, o sólo aprobando una "constitución". Se va produciendo tambien con iniciativas como las del Foro Social Europeo, con las movilizaciones contra la guerra, con la simultaneidad de acciones en defensa de ciertos asuntos o reivindicando ciertas alternativas. ¿Estarán todos esos asuntos presentes en las elecciones de marzo? ¿Tiene sentido, por ejemplo, seguir revolcándonos en el fango de la unidad de España sin tratar de alzar la mirada para preguntarnos qué Cataluña o qué España queremos en qué Europa?
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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