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Columna
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Cataluña, año uno

Cuando empecé, hace casi tres años, esta serie de artículos más o menos iconoclastas, lo hice con una doble convicción: que Cataluña no marchaba bien, a pesar del spot millonario que la Cataluña oficial imponía por decreto, y que era necesario reactivar el pensamiento crítico, tan dormido como dormidos están los huesos del cementerio. La pax catalana me parecía, personalmente, un camelo monumental creado para camuflar lo evidente, que Cataluña dormía en los laureles de la mediocridad. ¡Ay, la felicidad que nos dan las ideas de clase media, ni demasiado bajas, no fuera caso que nos confundiéramos con la mugre, ni demasiado altas, exiliados como estábamos de las utopías de antaño! De hecho, llevábamos años caminando como locos hacia ninguna parte, lo cual siempre significa cabalgar hacia la derrota. ¿Qué derrota? La del pensamiento, la de la sinergia social, la del dinamismo. Casi tres años, pues, de intentar aportar granitos de ideas al global catalán, con la esperanza de aprender en el proceso del análisis, y también de dar algo. En alguna ocasión titulé uno de estos artículos como Cataluña, año cero. Estábamos en el umbral de empezar tantas cosas...

Y han empezado. Como si fuera, pues, un ritual de principios de año, de esos que se configuran con promesas ilusorias, dejar de fumar, adelgazar de una vez, arreglar el baúl de los recuerdos (¿cuál de ellos, el físico o el emocional?), etcétera, servidora quiere creer que Cataluña también ha hecho sus deberes con las buenas intenciones y que ahí están, para alegría del optimismo, sus promesas más relevantes. Si esto que empieza es el inicio de un capítulo nuevo de la historia, si estamos ante el año uno de muchas cosas, y personalmente así lo pienso, también Cataluña tendrá que dejar de fumar y de engordar como una loca. Saludo, pues, el año nuevo, y saludo al tripartito que nos protagoniza las esperanzas, especialmente a ese duro fajador de tantas batallas, vestido de pana en nuestras mítica memorialística, y a quien tan bien le sienta el traje de presidente. Pareciera que hace mucho que Pasqual Maragall gobierna Cataluña, quizá porque, como ya demostró biografía en mano, es mucho mejor hombre de mando que no carne de oposición. "¿Cómo se hace esto de estar en política y no gobernar?", me preguntó una vez..., y aún intento encontrar la respuesta. El Maragall del otro día en el discurso de fin de año volvió a ser el político de altura que algunos conocemos, el hombre calmo y sagaz de las magníficas chaise longue de Julia Otero, y no el candidato torpe a los micrófonos que nos había suministrado ese espejo cóncavo que es una campaña electoral. Sin duda, el Maragall candidato se parecía peligrosamente a la caricatura que de él hace el estupendo monstruo Andreu Buenafuente, pero una candidatura es como una borrachera: se cura pronto. Y ahí está, curado de espantos, vuelto a su categoría de hombre de estado, perfectamente encajado en la presidencia tan largamente soñada. ¿Lo hará bien? Todo está por escribir, ciertamente, pero nos avalan años de mando en la ciudad de los prodigios, con ideas, con proyectos, con capacidad de riesgo. Nos avala, pues, la memoria.

Mientras Maragall se asienta, sus dos colegas de triunvirato encuentran la posición correcta y los resortes del poder abren cajones, levantan alfombras, recuperan restos de la trituradora, mientras nos levantamos pesadamente de la resaca y alumbramos un futuro interesante, Cataluña escribe sus promesas para el nuevo periodo, o tendría que escribirlas... Se me ocurren las siguientes como prioritarias. Primera promesa para el año uno: dejaremos de engordarnos con falsos enemigos. Tenemos que acabar de una vez con la cultura del victimismo, tan perversa en su formulación exterior como interiormente autodestructiva. No hay nada más paralizante que militar en el chivo expiatorio permanente, eficaz opio de nuestras propias miserias. Tenemos, pues, que acabar con el concepto esencial y perverso de España, para empezar a debatir realidades tangibles, problemas de fondo y soluciones posibles, reedificados los puentes de diálogo, recuperados los interlocutores, señalados con el dedo los separadores. Lo importante no es quién quiera federarse, confederarse o directamente independizarse, lo importante es que todos quieren hablar. Y no seré yo quien recuerde, ahora, citas reales...

La segunda promesa, la recuperación de la memoria, sin apropiaciones indebidas, sin otro objetivo que la ética con la historia. Después de años de un presidente que se apropió de todas las míticas históricas (él era desde Prat de la Riba hasta Macià), pero a la vez anuló el recuerdo de la historia, toca poner la historia en su sitio. Sin apropiarse de ella y sin usar y abusar de su nombre en vano. Lo cual me lleva a una tercera buena intención: la verbalización de una Cataluña que sea nación porque la configuran ciudadanos heterodoxos, libremente asociados, y no ideas míticas. Si la historia no es patrimonio de un presidente, confundido con un patriarca, tampoco es patrimonio la idea de Cataluña, confundida ésta con una religión. De ahí que la nueva Cataluña sea foixiana, exaltada de lo nuevo y enamorada de lo viejo, pero sobre todo tiene que ser espriuana: diversas son las lenguas y diversas las gentes, y conviven en un solo amor...

Año uno del calendario de la ilusión. Que encuentren ustedes los verbos para conjugar felizmente la vida. Que lo consigan con el plural de la buena compañía. Que florezcan las flores en los jardines del alma. Y que juntos consigamos que este viejo país no viva patológicamente su sentir, libre de los lastres que camuflan la realidad hasta conseguir distorsionarla. Por supuesto, que sea el año de los puentes de Sefarad, a pesar de los dinamiteros vocacionales que hay en ambos lados dos. Que sea, en fin, un año difícil, arriesgado y emocionante, como son todos los principios que auguran tiempos creativos. ¡Salud!

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