_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La nueva Navidad

Si al niño no le trae regalos Papá Noel será un desgraciado. Ya no hay resistencia posible. El gordo de rojo ha llegado desde Estados Unidos como una división acorazada para derribar a los monarcas navideños que, a juicio norteamericano, imponían un reinado despótico y dictatorial y, quién sabe, quizá ocultasen armas de destrucción masiva.

Las costumbres navideñas americanas se han ido adueñando de nuestro paisaje y nuestras tradiciones como un virus informático o espongiforme. La entronización de Santa Claus como símbolo festivo y portador de ilusiones es el elemento más visible de esta invasión. Intentar defender la tradición de los Reyes Magos negando a los niños el regalo del día de Navidad sólo contribuye a frustrarles. El problema es la falta de consenso en la barricada. En cuanto el vecino cede, estamos perdidos. ¿Cómo dejar que nuestros hijos o nuestros sobrinos bajen a la calle desposeídos de un coche teledirigido, una muñeca defecadora o una consola de bolsillo con Internet y microondas si el resto de los chavales del barrio los lucirán ante sus rostros apagados?

Otra costumbre americana que ha prendido en muchos hogares y que mina la coraza de tradición y de españolismo que intentábamos mantener algunos, es el alumbrado. Toda la vida se ha encargado el Ayuntamiento de engalanar las calles. Con la luminotecnia de la Gran Vía, la Castellana y los Cortes Ingleses estaba servida la ciudad. Luego cada uno prendía en la intimidad alguna vela o un tímido rosario de luces de colores encima de la televisión. Pero ahora el vecino siluetea su chalet adosado con cientos de bombillas blancas y engalana su pinito del jardín con más kilovatios que un concierto de AC / DC. El amor por la espectacularidad y el deseo de ostentar y sobresalir que ha llevado a los americanos a competir por incendiar de corriente alterna sus viviendas, ya esta aquí. Si nuestras casas en estas fechas no están ornamentadas de luces, parecen delatar una carencia de alegría, solidaridad y amor entre sus paredes, valores que se han de celebrar, por supuesto, alrededor de un abeto.

El belén ha ido perdiendo actualidad y cediendo protagonismo al árbol como representación doméstica de las fiestas. Las primeras víctimas de este progresivo desinterés por el nacimiento fueron los pastores sin rebaño y los patos fuera de escala sobre el papel albal. Luego dejamos de colgar el ángel suicida sobre el portal y ni siquiera sacamos del cajón a Herodes. El belén aquel de nuestra infancia, con musgo de verdad y pozo de corcho, o ha desaparecido del todo o se ha quedado en una triste reunión de pareja en torno a un hijo no buscado.

Pero a pesar de estar alienados por los iconos navideños americanos y por sus costumbres, aún conservamos rasgos autóctonos. Los villancicos todavía los cantamos en español, nuestros pavos siguen sin ser de poliespán y las reuniones familiares son mucho más numerosas que las americanas. La familia continúa siendo el valor más importante en nuestras vidas, eso no ha cambiado aunque nos reunamos en una casa sin belén y con tantas luces en la fachada como el Enterprise.

Durante el resto del año y en otros ámbitos de nuestra vida hemos aceptado el mimetismo cultural americano. Pero la Navidad parecía un reducto tan íntimo y tradicional que nos cuesta aceptar la pérdida de identidad y costumbres. Quizá no nos quede más remedio que ceder. Entregarnos a las nuevas celebraciones, acabar festejando Halloween y el Día de Acción de Gracias. Resistir atrincherados en nuestro nacimiento y nuestro Melchor no tiene mucho sentido porque no lo haremos todos juntos. Las generaciones venideras quedarán diferenciadas, no sólo por los ritos navideños de las diversas culturas, sino entre los que vacían calabazas y los que se niegan a comer pavo con mermelada en Thanks Giving. Quizá nosotros aún tengamos fuerzas y convencimiento para aguantar, pero qué consecuencias tendrá para nuestros descendientes privarles de la ineludible "nueva Navidad yankee".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Cuando éramos pequeños, en el colegio solíamos tener un compañero en cuya casa no había televisión. Sus padres eran combativos hippies o anarquistas que no dejaban que su prole se infectase de la frivolidad, la manipulación y el consumismo de la caja tonta. Pero hoy esos padres han perdido la batalla y me ha parecido ver al chaval de mi colegio travestido de Papá Noel verde en un anuncio de Amena.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_