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Columna
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Tombuctú

No es fácil escapar de la Navidad. No a menos que puedas pillar tres semanas de vacaciones y decidas marcharte a un país exótico donde no conozcan las bolas de cristal ni los espumillones. De cualquier otra forma sería muy difícil, por no decir imposible, el huir de su imperativa influencia. A pesar de esa aparente inocencia, el de la Navidad es un periodo de alto riesgo. Basta con revisar las cifras de mortalidad para comprobar hasta qué punto en estas fechas tiene uno mayores posibilidades de irse al otro mundo. Nada hay casual en el dato estadístico, existen elementos objetivos que lo explican sobradamente. Para empezar, aquí en Navidad suele hacer un frío que pela. El de Madrid es un clima continental con inviernos crueles y, aunque no solemos ver la nieve más que en las cumbres del Guadarrama, sopla un vientecillo seco y cortante que mete el relente en los huesos. Los más indefensos caen como chinches a causa de las patologías respiratorias. Esto ocurre también en febrero, pero durante los festejos navideños el personal suele maltratar el cuerpo y las defensas bajan la guardia. Si los estómagos hablaran exigirían una explicación por la brutal sobrecarga a que sometemos la ingesta durante estos días. Para disfrutar de verdad de la comida es fundamental tener hambre y no está demostrado científicamente que entre la última semana de diciembre y la primera del mes de enero el aparato digestivo reclame más alimento. El estímulo añadido que pueda proporcionar a los jugos gástricos la visión de los manjares expuestos en los sucesivos banquetes apenas logra compensar los atracones. Otro tanto podría decir el hígado, ese fabuloso laboratorio que todos poseemos y al que bajo el lema de "un día es un día" inundamos de alcohol brindando una y mil veces por la salud. Comemos mucho, bebemos más, las dietas y los regímenes saltan por los aires, trasnochamos y tratamos de juerguearnos siempre con éxito. Son circunstancias que merman nuestros sentidos y su capacidad de respuesta ante los imprevistos.

Es un hecho objetivo que los accidentes de tráfico se disparan durante las fiestas de Navidad al igual que las broncas y las peleas. Las crónicas de sucesos están repletas de episodios acontecidos en cenas de Nochebuena o Nochevieja en las que todo comenzó como un entrañable ágape familiar para después terminar como el rosario de la aurora. Esa cuñada que nunca hemos tragado, el primo con mala baba o el amigo bocazas que acaba siempre metiendo la pata, son parte de la fauna autóctona de cualquier casa. En muchos hogares, y aprovechando los efluvios del champán, es tradicional salir tarifando con la suegra. Las doradas burbujas pueden igualmente desinhibir las ganas de propinar un puntapié al clásico sobrino salvaje que destroza los muebles y al que la madre que le parió nunca reprende en casa ajena porque "es un niño". A pesar de todo, lo más duro es echar en falta a alguien.

Hay otros factores que justificarían por sí solos el viajar a un país lejano y no volver hasta el 7 de enero. Yo mismamente lo haría si padeciera del corazón. Estoy convencido de que esos tremendos petardazos que desde hace unos años suenan impunemente en la vía pública durante las navidades han cosechado decenas de infartos... Por fortuna la Navidad trae otros sonidos más gratos para el oído humano y esta temporada en concreto destaca por la música callejera. Nunca en nuestra capital hubo tantos músicos tocando en las calles y de procedencia tan diversa. En cualquier caso, el dondo musical hace algo más llevadero ese martirio del cuerpo y azote de la economía doméstica que son las compras de Navidad. Una desenfrenada vorágine consumista que nos obliga a adquirir objetos muchas veces inútiles porque ya no sabemos qué regalar. Y esto que les cuento aderezado siempre de villancicos, bombillitas, tarjetas de felicitación, intercambios manidos de parabienes y el Gordo de la Lotería que siempre le toca a otros.

Reconozco que es una visión demasiado negativa de la Navidad y que mi fatalismo es además deliberado. Aunque suene un poco cursi, se supone que la Navidad conmemora el nacimiento de alguien que hace más de 2.000 años trató de implantar una doctrina que hablaba de amor, de paz y de justicia. Si al final Navidad se reduce a una orgía de consumo aderezada de hipocresía, casi prefiero pasar las fiestas en Tombuctú...

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