El presente

Algunos amigos habíamos cruzado apuestas sobre cuál sería el regalo que Francisco Camps ofrecería a los periodistas en la recepción oficial de Navidad, acaso porque lo que define al gremio (en estas fechas en las que a menudo hay que comer muchos platos de caviar para poder traer a casa un plato de lentejas) es una irrefrenable tendencia hacia lo suculento. Su talante distinto y su propensión hacia lo propio, con toda la variedad de entusiasmos por Jaume I y los emblemas y alegorías que enfatizan la identidad del territorio que conquistó, presagiaban un desenlace particular y sin duda arraigado. Como si se tratase de la lotería, durante varios días habíamos estado considerando todas las posibilidades y alimentando esperanzas para acertar, o al menos lograr una aproximación de pedrea. Estos presentes siempre guardaron una relación directamente proporcional con la personalidad del presidente, por lo que la solución se planteaba, si bien difícil, muy previsible. En sus días de jefe del Consell, Joan Lerma llegó a regalar objetos tan dispares, y tan enigmáticos en su secuencia, como una corbata y una linterna. Era una muestra más de que a Lerma no había por dónde cogerlo. Sin embargo, Eduardo Zaplana nunca dejó lugar a dudas. Siempre regaló carteras, maletines y bolsos de piel color burdeos, sin renunciar a la carga de connotaciones y denotaciones que exhalaba esta serie ininterrumpida de valijas, incluso se diría que desafiándola. En eso José Luis Olivas también fue muy axiomático: nos regaló un ladrillo. Se trataba de un socarrat con los trazos del Palau de la Generalitat y un libreto con su saluda y su fotografía, aferrándose a la institución como queriendo eternizar lo efímero. Con Camps estábamos persuadidos de que iba a ser algo relacionado con la lectura, aunque a partir de ahí nos podíamos perder en la frondosidad del género. Dentro del bombo giraban sin parar Els Furs, Ausias March con sus Veles e vents, el padre Burns, la Taula de Canvis, los papas Borja, Cavanilles... Hasta el infinito local. Al fin, cuando recogimos el paquete, pesaba como una hipoteca. Salimos pitando a destriparlo y en su interior hallamos dos sujetalibros y dos desconcertantes pastillas de turrón. Otro saco de pienso para los introspectivistas.
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