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Columna
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Utopía

Salíamos de casa muy temprano, como si fuéramos fugitivos, con el pijama puesto bajo los abrigos, ansiosos por contar las estrellas. La visión de los bosques desde la carretera, con los muros de piedra y la oscuridad envolviéndolos, tenía toda la fascinación de una escapada.

Ir a la aldea era uno de los rituales obligados de las vacaciones de Navidad, un residuo del panteísmo prehistórico. Había que respirar ese primer aire puro, meterse con las botas en el humus de la tierra. Además se contaban historias asombrosas de bandoleros y ladrones de ganado. En el asiento de atrás de aquel Renault 4L viajábamos cinco niños bastante apretados y estos relatos eran el único antídoto probado contra el mareo y otros desvaríos infantiles. Me acuerdo de un nombre, el Volante, que mi padre pronunciaba con mucha solemnidad al doblar una curva desde la que ya se veía el cerro de Santa Marina coronado de nieve. El Volante era un ladrón justiciero que robaba a los ricos para dárselo a los pobres y cabalgaba por las comarcas del interior de Galicia en los años más duros del trabajo en las canteras de granito, cuando vivían mis bisabuelos. Yo de niña siempre lo asociaba con un personaje navideño, pero con el aire curtido de los héroes de las películas de sesión de tarde, una mezcla entre El Zorro y los Reyes Magos, porque llegaba a la casas de los campesinos a caballo envuelto en una capa negra y con un saco de víveres que dejaba a la puerta de los graneros. Escuchábamos estas historias en el coche hasta quedarnos dormidos y cuando despertábamos ya era de día. La luz proyectaba un horizonte limpísimo en la ventanilla del coche y había manadas de caballos salvajes en los pastos. Entonces emboscados en bufandas de lana bajábamos a "tocar la tierra" con el mismo espíritu intacto con que otros se bañan en un lago helado el día de Año Nuevo o escuchan el Ana Magdalena de Bach.

Fue durante uno de esos viajes infantiles, cuando aprendí que los árboles también tienen alma y celebran cada año que pasa con un anillo nuevo en la madera. Así guardan el recuerdo del sol y de las nieves labrado en el tronco como un tesoro.

Si pudiera serrarse la memoria con un corte transvesal, su sección parecería el núcleo de un roble surcado por círculos concéntricos en los que la luna ha ido ejerciendo su influjo igual que en los ciclos agrarios. Por eso cada cierto tiempo los seres humanos necesitamos renacer, inventar de nuevo el mundo, como si este descomunal desorden tuviera arreglo. Y a esa pulsión contra toda lógica fiamos nuestra esperanza.

Cuando soñamos deshacemos los nudos de la madera que nos construye por dentro. Nos alzamos una y otra vez en el deseo de que quizá otro mundo fuese posible. Dentro de mi utopía primigenia todavía permanece guardado el tesoro de los primeros reflejos del sol en la ventanilla de un Renault destartalado, la bufanda a rayas azules y rosas que había estrenado aquella Navidad, once años muy espigados, quizá doce, y el arrullo de una historia de bandidos libertarios que imponían a su modo la justicia distrubitiva. Lo mismo que hizo en su día aquel hijo de un carpintero de Galilea que ideó una doctrina contra el Imperio y que acabó, como era de suponer, crucificado.

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