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Columna
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¡No con estos padres!

Siempre he pensado que la glorificación de la maternidad tenía mucho que ver con el dominio de la mujer. De hecho, esta es una afirmación que está en la base de las grandes reflexiones que hizo el feminismo ya en sus orígenes. Desde los grandes textos religiosos, algunos de los cuales tan cínicos que incluso convierten a la mujer en madre negándole la sexualidad -el mito de la madre virgen-, hasta toda la cultura del dominio que venimos arrastrando, la mujer siempre ha sido considerada, por encima de todo, un mito materno. De ahí que la crítica más feroz y ultramontana contra la liberación de la mujer parta de la preocupación por el menoscabo que la maternidad sufre en manos de la mujer libre. Separada de su papel histórico, esa mujer acaba siendo culpable de casi todo, desde la disminución de la natalidad hasta la ruptura de la familia clásica. "¡Qué otra misión más gloriosa que la de ser madre, madre de cristianos españoles!", decían los textos del Florido pensil franquista... Y aún hoy, en algunos cenáculos de la derecha más católica-apostólica, resuenan ideas no demasiado alejadas de esos tiempos aciagos.

Lo cierto, sin embargo, es que las mujeres de hoy somos madres porque nos da la gana, y no por obligación de destino en lo universal. Y lo somos con la plenitud que dan las convicciones, la propia vida, más allá de la condición materna, y la elección que hemos tomado. Recuerdo las palabras que me dedicó Iñaki Anasagasti, buen amigo, en la presentación de un libro mío: "Eres una mujer que lucha por la liberación de las mujeres y, sin embargo, afirmas que lo más fuerte que te ha pasado es ser madre". Sin duda, pero porque mi maternidad formaba parte de mis muchas condiciones de mujer y, como tal, era elegida. A pesar, pues, de esos vinos rancios de la carcundia opusdeica, que llaman a somatén porque las mujeres hemos dejado de ser sus madres y las madres de sus hijos para pasar a ser sólo mujeres, habrá que decir algo con rotundidad: las madres actuales somos grandes madres, aunque llevemos, agenda en mano, vidas de riesgo...

Hago este largo introito porque una nueva decisión judicial sobre un niño ha conseguido volver a erizarme el vello del alma. Aunque los que conocemos el mundo de la adopción, sabemos mucho de jueces que toman decisiones incomprensibles, especialmente injustas para la vida del niño, nunca deja de sorprender que estas cosas ocurran, y ocurran con tal normalidad. Hablamos de padres y madres, pero ¿hablamos de niños, cuando decimos que hablamos de sus hijos? Decenas de sentencias, por los juzgados de las Españas, ponen en titular lo que es una cultura de fondo de este país: la idea medieval de la consanguinidad como cuestión primordial, muy por encima de los derechos que el niño tiene más allá de sus padres.

El caso del niño de El Royo es desgraciadamente el paradigma de la burla a la infancia en pro de la maternidad, la familia y no sé cuántas otras patrañas. Diego sólo tiene cuatro años, pero ya ha tenido ocasión de sufrir en propia piel el abandono, la miseria, la locura de los padres, una casa quemada, una mendicidad en el metro y varias entradas y salidas en un centro de acogida. Tuvo dos años de calma, cuando una familia lo tuvo en acogida preadoptiva. Pero se cruzó en su camino Luciano Salvador, el titular del juzgado número 6 de Salamanca, que decidió que el niño tenía que abandonar a la familia acogedora para volver con la madre esquizofrénica y así "ayudar a curarla". Como si el niño fuera una medicina. Ahora, por Navidad, después de haber sido recogido en situación de semi-abandono y desnutrición con su madre en el metro de Madrid y haber sido llevado a un centro, el juez ha vuelto a ordenar que vuelva con la madre. Y vuelta a empezar.

Varias cuestiones de fondo. La primera, que la maternidad no tiene que ver con la sangre ni con derechos feudales vinculados a la genética, sino con el amor, la convivencia y la comprensión. Una madre lo es en la medida en que merece serlo. La segunda cuestión: hay unos cuantos jueces que no deben haberse leído la Carta de Derechos de la Infancia, no en vano no entienden que el niño tiene derechos propios, y los tiene no como hijo, sino como persona. La tercera, que casos como el del niño de El Royo son una indecencia porque, en el vaivén de las interpretaciones de la ley, un niño está perdiendo su derecho a una segunda oportunidad. Le va la infancia y le va la vida. La cuarta: como me dijeron unos padres en Oviedo, que han vivido en propia carne el infierno de los juzgados, "hay muchos niños de El Royo en los Royos de las Españas". La quinta, de la misma manera, hay muchos jueces como el juez de este niño, grandes amantes de la maternidad. Sexta cuestión: lo glorioso no es la maternidad, lo glorioso es el amor.

En estos días los niños reinan en nuestras vidas con más ímpetu, como llamas que arden emociones, ilusiones, que nos secuestran los miedos y los envían a paseo. Personalmente, me siento enormemente feliz sobrecargada de infancia, casi jugando a ser el hada madrina de las Adas de mi vida. Madre siendo mujer. Pero no soy madre porque parí a uno de mis tres hijos o adopté a los otros dos. Soy madre porque los amo, los respeto y con ellos tejo la madeja de una intensa vida compartida. Mi maternidad es la conquista de la convivencia, y no al contrario. El niño de El Royo tiene madre, pero ¿tiene vida? Y, aún más simple, ¿de qué sirve una madre que no sirve como madre? Arriba y abajo, en manos de jueces implacables con la genética materna, tan amantes de la familia que le niegan a Diego el derecho a tenerla... Acaba un año, pero no acaba el infierno para ese cuerpecito frágil, loco bajito, que no tiene quien le escriba. O, peor aún, a quien le escribe un juez...

Maldita Navidad, la Navidad de los niños sin Navidad.

pilarrahola@hotmail.com

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