Un Mal contemporáneo
Lo primero que destaca en esta novela, apenas el lector se mete en ella, es la sensación de hallarse ante un trabajo concienzudamente ejecutado. La autora abre cuatro frentes, los carga de personajes y pone a éstos en movimiento hacia un punto de confluencia que el lector sospecha en términos generales. La sospecha se irá diluyendo paulatinamente a favor de una suposición cada vez más fundada gracias al temple con que la autora va ajustando y decantando los elementos dramáticos de la múltiple historia. Cuando más se perfilan y decantan, más compleja se vuelve la narración y -paradoja aparente- más se aclaran las situaciones. La paradoja no es tal porque complejidad y claridad no son términos antagónicos; en esta novela puede decirse que lo complejo es lo que permite al lector disponer de claridad -que no de certidumbre- a la hora de tomar posiciones ante los personajes a cuyo drama asiste.
LA MUJER QUE SILBA
A. S. Byatt.
Traducción de Susana Rodríguez Visa
Emecé. Barcelona, 2003
502 págs. 23 euros
El medio es un mundo eminentemente universitario; las cuatro líneas de narración muestran de inicio dos escenarios generales; el primero se desdobla en dos: una universidad y, fuera del campus, una antiuniversidad (estamos en 1968) que se mueven en paralelo; en el segundo el desdoblamiento es sucesivo: una institución psiquiátrica que da paso a una comuna que progresivamente se desliza hacia una suerte de secta. Las otras dos líneas las encabezan dos mujeres y son más personales; la primera, Frederica, es una profesora que se convierte en presentadora de televisión por razones de supervivencia; la segunda, Jacqueline, es una investigadora científica. Tanto en los escenarios generales como en los personales, los personajes se van multiplicando y, lo que es más importante para el conjunto de la novela, se van mezclando hasta que el lector tiene ante sus ojos un cuadro general donde todos, de un modo u otro, están conectados con todos.
A. S. Byatt escribe con toda propiedad sobre los diferentes temas y ramas del saber que circulan por el libro, sea el tratamiento de la dislexia o investigaciones fisiológicas sobre la memoria. En esto y en la creación de escenarios -lo que se llama "amueblar" una novela- da una verdadera lección de cómo manejar un material, cómo integrarlo en la historia y, consecuentemente, cómo convertirlo en apoyatura dramática de los personajes. El escenario tiene peso y los personajes tienen vida; estos últimos son muchos y están claramente diferenciados e individualizados, tanto si son conductores como si son agregados; su definición e individualidad iluminan la oscuridad y la zozobra en que se mueven sus relaciones afectivas; en cuanto a las relaciones generales, la pauta social de finales de los sesenta se expande generosamente. Por último hay, en otro plano de los mismos acontecimientos, elementos de carácter simbólico: la imagen de los gemelos, la comunidad, el espacio de lo místico y el cerramiento físico de la granja, el cielo y la tierra, la naturaleza y la ciencia... Ahora se trata de saber adónde los conduce su autora, que se vale de un leitmotiv para colocar distancias y advertir al lector que todo va a confluir; rítmicamente acude a un: "Lo que sucederá", "como veremos", "lo que sucedió
En el fondo de esta novela se
encuentra el viejo asunto de la lucha contra el Mal, en mi opinión. La habilidad de la autora es la de mostrar un Mal contemporáneo cuyas formas ya conocemos, porque pertenece a nuestro inmediato pasado y porque venimos de él, pero la habilidad se extiende al hecho de presentarlo y observarlo sin un átomo de nostalgia por los tiempos pasados. La novela no está escrita desde la nostalgia sino desde el presente; el tema del ciclo de conferencias en la universidad, Cuerpo y mente, centra el territorio donde el drama se desenvuelve; el ciclo también es simbólico. La mirada de Byatt que rige esta narración se atiene a la conciencia y observa con tanta atención como valentía. Todo el aparatoso entramado que sostiene la narración se ha construido con reflexión e imaginación y a medida que nos vamos alejando de la novela leída vamos admirando más y más una construcción que tiene mucho de artificiosa -en el sentido de que artificio es aquello creado por la mano del hombre-, de descaradamente artificiosa, diría yo, y en la que cabe lo rastrero y lo feérico sin disonancia. Porque Byatt pertenece a esa clase de novelistas ingleses que, como Iris Murdoch o Anthony Powell, por citar dos casos distintos a ella y distintos entre sí, entran en la realidad con un escalpelo y no se detienen hasta que han terminado la tarea. El Mal asoma por entre las rendijas de la novela de modo simbólico y como cobertura de otro Mal contemporáneo: el de la confusión en torno al sentido de la felicidad. Baste citar escenas como la del desdoblamiento de Josh Lamb o el encuentro de Jacqueline y Luk en la cabaña o la creación de ese personaje-contraste que es Brenda Pincher para reconocer esta escritura. En fin, al terminar, nos despedimos de esta gente con la rotunda sensación de haber pisado en el mundo. Y es que, como dice uno de ellos: "La novela no desaparecerá. Necesitamos imágenes hechas con palabras". A juzgar por su trabajo, lo mismo piensa A(ntonia) S(usan) Byatt, Duchess of Morpho Eugenia.
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