Los 'garbanzos' de la música
Luis Buñuel despejó las dudas en una escena de su película Tristana: de un plato que contenga dos garbanzos siempre es posible escoger uno. Lo importante es, claro, tener dos garbanzos, o sea , poder elegir, aunque sea a riesgo de equivocarse. ¿Que qué momentos musicales, qué garbanzos mágicos seleccionaría este comentarista de sus más o menos 200 conciertos de este año? Pues así, a bote pronto y sin entrar de momento en la ópera, el potaje de las exquisiteces musicales se podría elaborar a partir del recuerdo del contratenor Carlos Mena cantando Tomás Luis de Victoria en el convento de las Trinitarias; Paul McCreesh, con el Oficio de difuntos, también de Victoria, en las Descalzas; las Sonatas del Rosario, de Biber, con Bonizzoni, en la iglesia de San Miguel de Cuenca durante su Semana de Música Religiosa; el recital Schubert, del barítono Christian Gerhaher, en el ciclo de Lied de La Zarzuela; los madrigales de Monteverdi, por La Venexiana, en Bilbao; la sinfonía 86 de Haydn, con Haitink y la maravillosa Staatskapelle de Dresde, y el recital pianístico del Leif Ove Andsnes. Y la guinda, ya con un garbanzo de allende nuestras fronteras, la "resurrección" de Claudio Abbado en Lucerna, con una orquesta que el festival suizo creó a su medida para un Mahler y un Debussy de los que quitan el sentido.
Con este suculento aperiti
vo, las expectativas que puede levantar el festín operístico son elevadas. Y más si se tiene en cuenta que las representaciones del género lírico superan el millón de espectadores al año en España, según el último estudio de la SGAE. ¿Ha sido 2003 lo que se entiende por un buen año operístico? Pues depende de cómo se mire, pero a grandes rasgos hay una serie de factores que invitan a una valoración positiva. De entrada, se han recuperado algunos títulos míticos del pasado reciente, con Prometeo, de Luigi Nono, a la cabeza (en Valencia, un par de noches y, posteriormente, en Madrid, con una competente dirección de Arturo Tamayo), pero también óperas de cámara como Aventuras y Nuevas aventuras, de Ligeti, en el Auditorio Nacional de Madrid, con una excelente lectura de Joan Cerveró al frente del Proyecto Guerrero. A estas dos asignaturas pendientes hay que añadir el estreno absoluto de Hoch-Zeiten, escena de la monumental ópera Licht, de Stockhausen, en el festival de Canarias, con la WDR Köln, y las representaciones en la apertura de temporada del Liceo de Barcelona de Wintermärchen (Cuento de invierno), de Boesmans, con la compañía al completo de La Monnaie de Bruselas, donde se estrenó en 1999, en un montaje de Luc Bondy, con escenografía de Erich Wonder y Kazushi Ono en la dirección musical.
El Maestranza de Sevilla alcanzó la plenitud con unas memorables sesiones de Diálogos de carmelitas, la desgarradora ópera de Poulenc, pero 2003 fue el año lírico del Euskalduna de Bilbao en el cincuentenario de la ABAO, que, para celebrarlo como Dios manda, sentó cátedra en tres periodos bien distintos: Alcina, de Haendel, con Les Talents Lyriques y Rousset; Norma, de Bellini, en noches inspiradas de Anderson y Ganassi, y Jenufa, de Janácek, con Elena Prokina, en un sugerente montaje de David Pountney dirigido con brío por Jiri Kout. Oviedo, por otra parte, se descolgó con Lakmé, con una estupenda Desirée Rancatore, y el festival Mozart de A Coruña volvió a brillar con Rossini, en el emblemático Tancredi, del feliz tándem Zedda-Pizzi.
De antología fue asimismo Osud, el Janácek, soberbiamente dirigido por José Ramón Encinar y escenificado por Robert Wilson en el Real, un teatro que se ha lanzado en 2003 por la vía de firmar coproducciones con otros teatros o festivales, desde Salzburgo (Ruzicka) o la Trienal del Ruhr (Mortier) hasta Aix-en-Provence (Lissner) o Pesaro (Zedda). Comprobaremos los resultados en próximas temporadas. Víctor Pablo Pérez terminó su extraordinaria lectura en concierto de El Anillo del Nibelungo en Canarias. Barcelona y Madrid lo concluirán en 2004 en formato escénico. En el coliseo de la plaza de Oriente, Plácido Domingo y Waltraud Meier hicieron soñar en Bayreuth en el primer acto de La Walkiria, y Daniel Barenboim volvió a cautivar por cuarto año consecutivo, esta vez con El holandés errante.
Las voces jóvenes más relevantes del momento fascinaron en el Liceo. Natalie Dessay hizo una portentosa Ofelia en Hamlet, con una escalofriante escena de la locura. Tuvo a su lado a un estupendo Simon Keenlyside y posibilitó las seguramente mejores noches barcelonesas hasta ahora de Bertrand de Billy como director musical. Juan Diego Flórez puso en Barcelona su broche de oro operístico con Maria Stuarda, de Donizetti, después de pasearse por Cuenca, San Sebastián o Valladolid, en conciertos o recitales. Memorable, por encima de todas, fue la actuación en el teatro Carrión de la capital pucelana. Otra diva anunciada, Angela Georghiu, hizo mutis por el foro, pero el Real salvó los muebles gracias a una impecable doble dirección de López Cobos y Pizzi, con dos traviatas vocales más que estimables.
José Carlos Plaza se reen
contró con brillantez con el género lírico en una impactante puesta en escena de Goyescas en La Zarzuela, teatro que está reponiendo estos días el divertido e ingenioso montaje de Paco Mir para Los sobrinos del capitán Grant. En el apartado imaginativo no puede faltar la delirante lectura en versión de bolsillo de Carmen, por Gustavo Tambascio, ni los montajes del Teatro Helikon de Moscú, especialmente Pierre le Grand, de Grétry, en el Liceo de Salamanca, o el atrevimiento de Granada al enfrentarse a Juana de Arco en la hoguera, de Honneger. Un gabanzo operístico para cerrar este recorrido a vuelo de pájaro: la extraordinaria interpretación de El castillo de Barbazul, de Bartok, en versión de concierto, con la Orquesta Sinfónica de Budapest, dirigida por Tamás Vasáry, en los ciclos de la Universidad Complutense.
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