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Tribuna:
Tribuna
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El dictador en el zulo y el presidente suelto

Inmerso como estoy en la lectura de Las mil y una noches, un mundo donde sus personajes, si tropiezan casualmente con alguna piedra, descubren al punto una trampilla bajo la cual una escalera lleva en derechura a uno de los palacios encantados de la época de Harun al-Rasid -con techos dorados, suelo de mármol valiosísimo, tabiques con inscripciones en lapislázuli, lechos cubiertos de seda polícroma, amen de profusión de perlas y otras preciosidades-, tenía el convencimiento de que el sátrapa en fuga se ocultaba en uno de ellos, construido, eso sí, sin el gusto abasí, sino con la grandilocuencia horteril común a los actuales tiranos y reyes árabes. Por ello, mi sorpresa fue grande al contemplar el pasado día 14 en todos los programas televisivos habidos y por haber que la trampilla y escalera conducían a un zulo inmundo en el que un personaje barbudo, caracterizado de hombre de las cavernas, afirmaba ser Sadam Husein. Mi incredulidad fue en aumento cuando los informativos anunciaron que se había rendido sin disparar un tiro pese a que tenía a mano un revólver.

Descabalgado de mis fantasías literarias, mi alegría fue inmensa. El déspota que había afirmado una y otra vez su disposición a verter su sangre y, de paso, la de su pueblo, conservaba la suya, pero había perdido de manera irremediable su jactanciosa prestancia. El hombre al que no le había temblado el pulso al ejecutar amigos, enemigos y parientes; el que desencadenó una guerra mortífera contra Irán, con el aval, es verdad, de sus actuales captores; el responsable de la muerte de centenares de miles de personas en el curso de dos guerras tan insensatas como desastrosas y de la represión salvaje que sucedió al descalabro en la segunda; el nuevo Saladino que, montado a caballo y fusil en ristre, encabezaba los ejércitos que liberarían Jerusalén; ese megalómano feroz e implacable, amado como Stalin por su fieles y odiado en silencio por el 80% de sus desdichados súbditos, se había dejado cazar como un ratón en su ratonera.

Las imágenes, tan fuertes, de una humillante inspección médica, su aspecto hirsuto y desconcertado, la sordidez entera del cuadro, tienen en verdad un efecto saludable y revulsivo: el de desmitificar para siempre a esos tiranos, presidentes de por vida y padres de futuros sátrapas, cuya retórica patriotera encubren la monstruosidad de sus actos y el clamor de las víctimas. Si algo puede reprocharse en este instante a sus captores es la tardanza en dar con él, tardanza que alimentaba el mito de su invulnerabilidad y el temor a su posible retorno al poder. Desembarazados de ese padre brutal, los iraquíes podrán decidir al fin su destino y tratar de poner en pie a un país devastado por tres guerras, doce años de crueles sanciones y ocupado hoy por ejércitos extranjeros.

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Dicho esto, más allá de los réditos inmediatos de su captura para Bush y sus aliados, la situación en el terreno no va a cambiar gran cosa: como se advierte ahora, Sadam no dirigía la resistencia desde una choza y un zulo. Los iraquíes de la mayoría chií, liberados de la hipoteca que representaba para ellos, van a ocupar previsiblemente el centro del escenario: disciplinados, con unas convicciones religiosas tan o más sólidas que las de los nacionalistas de Baaz, no admitirán la presencia de las tropas de la coalición en su suelo ni un Gobierno títere compuesto de políticos corruptos de la casta de Ahmed Chalabi. Saben que las acciones de la resistencia al ocupante y los atentados terroristas contra civiles proseguirán en el llamado triángulo suní, cuyo sistema tribal es el más perjudicado por la invasión y caída de su jefe. Pero dicha guerra de desgaste, en la que las dos partes pagarán un duro tributo de pérdidas humanas, favorece sus planes. Ya sea la franja radical liderada por Moqtada al-Sadr, y la más moderada del imán Sistani, comparten el objetivo de acabar definitivamente con el predominio de la minoría que sojuzgó a la Shia durante el Imperio Otomano, el mandato británico, la monarquía hachemí, la dictadura de Kasem y el Baaz. Si sus correligionarios de Irán, tras la revolución y la camisa de fuerza de los ayatolás, han mitigado su primitivo extremismo y aspiran hoy, en su gran mayoría, a un sistema democrático respetuoso de sus tradiciones, los sufrimientos y matanzas acaecidos en Irak por obra de sus ocupantes o por autóctonos tan amables como Sadam, auspician una política chií de masiva desobediencia civil, destinada a poner coto a la ocupación ilegal, al Gobierno impuesto por Washington y al despojo de las riquezas del país.

Dicho panorama puede conducir a diversas salidas y la peor sería la libanización de Irak y una guerra civil de tres bandos: los kurdos, semiindependientes hoy, aunque estrechamente vigilados por Ankara; los suníes, nostálgicos de su antiguo poder, y los chiíes, resueltos a gobernarse por un sistema más o menos teocrático. La comunidad internacional, representada por Naciones Unidas y marginada por el trío de las Azores, deberá implicarse con todas sus fuerzas para mantener la unidad del país, quizás bajo un sistema federal, defender a las minorías turcomana y cristiano-caldea e imponer un estatuto de la mujer similar por lo menos al que tenía en los años sesenta del pasado siglo. La tarea no será fácil y sólo podrá realizarse plenamente el día en que las fuerzas ocupantes abandonen Irak, cedan paso a un Gobierno realmente representativo y se celebren unas elecciones avaladas por la presencia de observadores independientes, venidos de todos los Estados musulmanes y miembros del Consejo de Seguridad.

El juicio a Sadam por genocidio, crímenes de guerra y agresión armada a países vecinos, si le permitirá lucir sus bien probadas dotes de fanfarrón, mostrará sobre todo, de manera inequívoca, la barbarie sanguinaria del personaje: ese Saladino de pacotilla al que obedecían ciegamente sus secuaces y que sedujo largo tiempo a las masas árabes, justamente indignadas por las atrocidades diarias de la ocupación israelí en Palestina y el doble rasero de Washington para medir los atropellos a los derechos humano conforme a sus intereses estratégicos y a su sostén sin falla al apartheid de Sharon. Dicho juicio, para ser creíble, deberá permitir a los abogados del acusado sacar a luz pública las cloacas de la política occidental: la venta de toda clase de armas, incluidas las bacteriológicas, por Estados Unidos, Inglaterra, Francia y otros países; la visita de personajes como Rumsfeld a Bagdad a fin de ofrecer sus servicios al entonces defensor de Occidente contra el Irán de los ayatolás; la política de mirar a otro lado cuando millones de kurdos e iraníes perecían asfixiados por las armas procuradas por quienes ahora se erigen en paladines de la justicia y los derechos humanos.

Cuando visité Teherán, semanas después de la invasión de Kuwait y del armisticio entre Sadam y el régimen iraní, me sobrecogió el espectáculo de los jóvenes voluntarios que yacían en los hospitales a causa de la inahalación de esos gases suministrados sin escrúpulos por quienes antaño cortejaban al dictador. Contrariamente a muchos colegas que, en nombre de una presunta solidaridad árabe y de una inexistente "unión sagrada contra Israel", apoyaron al tirano y le rindieron visita -recuerdo ahora a un poeta, funcionario de una embajada iraquí, que mientras se declaraba líricamente inconsolable por la pérdida de Granada en 1492, no manifestó ningún sentimiento de piedad hacia los centenares de miles de víctimas causadas por el Gobierno al que representaba-, la existencia de una figura del jaez de Sadam me pareció siempre, como a Edward Said, uno de los peores obstáculos al progreso e independencia real de los países árabes.

El juicio al dictador pondrá además dos cosas en claro. En primer lugar, la inexistencia en 2003 de las armas de destrucción masiva que sirvieron de pretexto a la invasión y, con ello, las mentiras reiteradas de los dirigentes de la coalición encabezada por Bush: dichas armas no han aparecido ni aparecerán, pero si mentir tiene repercusiones graves en los países protestantes y afecta a la carrera de sus líderes -piénsese en Nixon o Clinton-, no ocurre lo mismo con los católicos, en los que el sacramento de la confesión borra el pecadillo y permite a personajes como Berlusconi convertirse en maestro en el arte del embuste y ganar incluso popularidad, gracias a ellos, entre sus arrogados paisanos. En segundo lugar, el juicio revelará el carácter ilegal de la guerra y de las razones que la provocaron: el dominio de ese mar de petróleo oculto en el suelo iraquí y el reparto del futuro botín entre las grandes empresas cercanas al Pentágono y a los asesores de la Casa Blanca. ¿Quién puede creer a estas alturas en el altruismo que exhibe el actual presidente norteamericano?

Causa escalofríos pensar que el destino del mundo depende hoy de un calendario electoral y de las vicisitudes políticas y económicas que en los proximos meses afecten positiva o negativamente al propietario del rancho tejano en el que Aznar vivió al parecer uno de los momentos más gloriosos de su triunfal carrera política.

Juan Goytisolo es escritor.

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