El Papa y la responsabilidad del cristiano
El hombre es ese extraño ser que se empeña en decir lo indecible, en pensar lo impensable y en responder a preguntas que en un momento concreto todavía no permiten respuesta. La gloria del hombre es que todos sus lenguajes son el resultado de ese empeño por decir lo indecible, pensar lo impensable y responder con responsabilidad a lo que parece no admitir respuesta. La pregunta que se me ha hecho es una de ésas ante las que, por honestidad intelectual, deberíamos responder: "No sabemos". ¿Nos atreveremos, sin embargo, a responderla? Hay una pregunta previa: ¿perdurará la Iglesia siempre? ¿Será verdad esa broma que en términos diversos se viene repitiendo desde que existe: "Tiene los días contados"? ¿Tendrán razón quienes, más como un deseo suyo y para intimidación del prójimo cristiano que como una constatación de hechos, afirman que no tiene futuro? Hay dos respuestas posibles: una desde la pura reflexión histórica y sociológica; otra que une a esa reflexión la fe en quien ha dado origen a la Iglesia. Para el cristiano, el futuro de la Iglesia se apoya en la promesa de Cristo: "Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo". La Iglesia es la forma concreta en que la persona, el mensaje y el destino de Cristo perduran, son revividos e interpretados en la historia, haciéndose él así compañero y contemporáneo de cada hombre. La Iglesia es el cuerpo visible de la gracia invisible de Cristo. Afirmada su perduración, no hemos dicho nada todavía del cómo. Perdurarán intactos el evangelio, el credo, los sacramentos, la autoridad apostólica, la comunión de los creyentes, el testimonio de la fe-esperanza-caridad. Ahora bien, su articulación concreta en una "figura histórica" admite muchas variables. Éstas dependen del curso general de la historia, de la santidad o pecado de los miembros de la Iglesia, de la inteligencia y acción de quienes en ella tienen especial autoridad: obispos, obispo de Roma, sacerdotes, teólogos, instituciones adyacentes surgidas a lo largo de la historia, individuos. Francisco de Asís cambió la historia de la Edad Media, y Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, en plena comunión eclesial, determinaron la historia moderna por sí solos más que una docena de papas. La sucesión de los pontífices en el siglo XX es ilustrativa: podríamos hablar de su continuidad por contraste, de identidad por vuelcos, de corrección de curso por cambio de acentos. Así ocurrió con el tránsito de León XIII a Pío X, de Pío XII a Juan XXIII, de Pablo VI a Juan Pablo II. ¿Qué hará el sucesor de éste? Dependerá del continente del que venga, de su peculiar experiencia anterior, de los movimientos y fuerzas vivas que aparezcan y se afirmen en la Iglesia, de las situaciones económicas, políticas o ideológicas que configuren la historia próxima; de las inspiraciones y dones que el Espíritu Santo vaya otorgando a las conciencias, suscitando santos, grupos, convicciones o distancias; de la respuesta de cada cristiano. Hay un conjunto de realidades en la Iglesia que son inimitables; otras, en cambio, son moldeables en una u otra dirección: primacía europea o de otros continentes; centralización romana o mayor responsabilidad de las iglesias locales; otorgamiento de la palabra a personalidades señeras o a los órganos sinodales; confianza puesta en las grandes órdenes religiosas o en los nuevos movimientos; dirección de la Iglesia desde órganos de autoridad o desde la cercanía del Papa a las iglesias particulares, dar primacía a la fe, a la esperanza o a la caridad; preocupación por fomentar la piedad, por fundamentar la fe, por extender la misión, por construir iglesias -o por estar presentes en la cultura de la marginación-; mayor atención a las expresiones de fe explícita de los creyentes -o a las formas de cooperación con otros creyentes y con las creaciones éticas de hombres de buena voluntad-. La historia de la Iglesia es de una inmensa variedad dentro de una plena fidelidad al Evangelio y a la comunión eclesial. La elección del Papa es el resultado de una situación de la Iglesia, a la vez que crea otra nueva situación. Los jesuitas repiten una frase cuando quieren dejar de hablar de algo que entristece: "Hablemos del papa Marcelo". Éste era su gran amigo y su esperanza; murió a las tres semanas. Le sucedió Pablo IV, antiespañol visceral y anticompañía de Jesús. Al ser elegido cundió el horror. San Ignacio se fue a la capilla y le bastaron 10 minutos para recuperar la paz. Un papa es mucho en la Iglesia, pero no lo es todo, y sobre todo no anula la gracia ni sustituye la responsabilidad del cristiano, porque cada uno es una microiglesia. Cada uno recibimos todas las realidades cristianas y cada uno en nuestro lugar somos responsables de ella. A todos nos importa mucho quién es papa, pero el trabajo, la oración, la fidelidad y esperanza de cada día en cada uno de nosotros no depende de quien presida en Roma, sino de nuestra libertad y fe. Hay un clericalismo papista idéntico en progresistas e integristas; en ambos casos, funesto y anticristiano. El Papa no es la Iglesia, está en la Iglesia en su lugar propio y con su propia autoridad. Nosotros, también. La existencia cristiana tiene una dimensión dramática y todo hombre, empeñado en ser bueno, en realizar con perfección su misión (profesional, literaria, artística), conoce en propia carne tensiones semejantes. Está hecha de programación anticipativa y de espera suplicante, de continuidad y de contraste, de esfuerzo y de gracia. El cristiano debe programarlo todo, y a la vez dejarlo todo confiado en manos de Dios. Baltasar Gracián escribió: "Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y los divinos como si no hubiese humanos: regla de gran maestro; no hay que añadir comento".
La elección del Papa es el resultado de una situación de la Iglesia
Olegario González de Cardedal es catedrático de la Facultad de Teología en Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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