Decadencia y futuro
Estamos viviendo la etapa final del largo pontificado de Juan Pablo II, un papa que ha gastado su vida en el servicio a la Iglesia y que ha dejado en ella la impronta de su extraordinaria personalidad. Pero, ¿cuál es la situación de la Iglesia hoy, en los comienzos del tercer milenio y cara a su futuro inmediato? Con respeto y afecto a nuestro Papa, y teniendo en cuenta los síntomas que se perciben, podemos afirmar que es más problemático y oscuro que cuando Juan Pablo II fue elegido obispo de Roma y nombrado sucesor de Pedro. Y esta evolución negativa no se debe tanto a su acción de gobierno, aunque también haya influido, como al enorme y rápido cambio que han experimentado las situaciones históricas y culturales desde la fecha de su elección, en octubre de 1978, hasta hoy. Lo mismo puedo decir yo de mi sacerdocio, recibido en 1958, y después de 45 años de ejercicio del ministerio sacerdotal: la Iglesia en la que yo me ordené tenía más vitalidad y mucha mayor vibración apostólica que la actual. ¿Se trata de un fracaso pastoral, personal y colectivo? Es posible, pero no es suficiente para explicarlo. Aquí podemos citar la tópica y conocida frase de Felipe II: "No se puede luchar contra los elementos". El mismo Juan Pablo II, en su animosa carta Tertio millennio adveniente, auguraba el surgir de una espléndida primavera eclesial con el cambio de milenio. De momento no se ve ningún síntoma de ese rejuvenecimiento que el Papa deseaba ardientemente.
La Iglesia va siendo progresivamente más minoritaria y más vieja
Hay que cambiar de rumbo y talante. Hacer del rostro de la Iglesia una oferta de diálogo
Pero, ¿cuáles son esos síntomas de decadencia de la Iglesia? Veámoslo brevemente. La secularización ha seguido su avance imparable, en forma de una gélida indiferencia religiosa que invade todos los estratos y edades de la sociedad. Ha seguido descendiendo el número de católicos practicantes (en España, concretamente, más de dos millones en los últimos cuatro años) y la ausencia de gente de menos de cincuenta años constituye ya una triste característica de nuestras celebraciones litúrgicas. Nos encontramos, pues, con una Iglesia que va siendo progresivamente más minoritaria y más vieja. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada han bajado drásticamente y se encuentran ahora estancadas, bajo mínimos. Es cierto que este fenómeno es aplicable, principalmente, a Europa, pero ahí está su especial gravedad, porque de Europa han salido todos los misioneros y misioneras que hoy están evangelizando en los países donde la Iglesia no está suficientemente implantada. Cuando yo me ordené, nos ordenamos cuarenta sacerdotes, y de mi curso salieron varios misioneros que todavía están en África o en Latinoamérica. Pero de promociones en las que se ordenan ocho o nueve seminaristas, ¿cuántos pueden ir a misiones, si ni siquiera bastan para cubrir las necesidades más inmediatas y urgentes de la propia diócesis? Además de que la edad media del clero diocesano y del religioso se aproxima a los setenta años. Y no digamos nada del alarmante vacío que se está produciendo en los monasterios de vida contemplativa y, sobre todo, en las congregaciones dedicadas a la formación de cristianos y al servicio del prójimo más necesitado: colegios, hospitales, residencias de la tercera edad, marginados de todo tipo, etc. Por otra parte, Europa sigue siendo el foco más potente de creación de pensamiento teológico nuevo, pero, con tan reducidos cursos en el clero secular y regular, ¡qué difícil es que salga un Rahner, un De Lubac, un Congar, un Metz...!
En España, además, hemos dado un salto cualitativo y la sociedad española no tiene nada que envidiar a cualquier otra sociedad europea fuertemente secularizada. En efecto, la democracia se ha consolidado en nuestro país y parece que todos nos encontramos muy a gusto en ella. Se ha aceptado, con naturalidad, la aconfesionalidad del Estado y la legislación se ha ido haciendo progresivamente coherente con este principio: aceptación plena de la legalización del divorcio, con la consecuente existencia de hombres y mujeres católicos vueltos a casar por lo civil, porque la Iglesia no les ofrecía otra salida, que sufren, sin comprenderlo, la prohibición por parte de la Iglesia de que puedan comulgar en la celebración de la eucaristía, con lo que se les niega el principal alimento de su fe personal y sincera. Despenalización del aborto, con el panorama de que, en cualquier momento, pueda ampliarse el ámbito de esta ley, ampliación deseada y prometida por los partidos de izquierdas. Podemos decir, con total objetividad, que la Iglesia ha perdido la batalla del divorcio y, muy tristemente, también la del aborto. Parece que la Iglesia se ve obligada a batirse en retirada de numerosos frentes que, hasta hace poco, orientaba y dominaba. Y es que no se puede ir contra la corriente de la historia. Estamos comprobando la ineficacia de las leyes penales canónicas, desde la más grave, que es la excomunión, hasta la más dolorosa, que es la prohibición de una participación plena en la eucaristía. Lo único que se puede y debe hacer es afrontarla con el diálogo y tratar de encauzarla. Pero ésta es una actitud que la Iglesia no ha sabido practicar, por lo menos desde la Ilustración hasta ahora. Y mientras tenga pendiente de aprobar la asignatura de la Ilustración, todo serán parches a los graves problemas que se le plantean constantemente.
¿Qué hacer ante esta situación? Cambiar de rumbo y de talante. Hacer del rostro de la Iglesia una permanente oferta de diálogo y un gozoso reclamo a la grandísima humanidad del evangelio y al enorme atractivo de la figura y la obra de Jesucristo. Y para llevarlo a cabo es necesario tener en cuenta dos importantísimos requisitos para la evangelización: atenerse, con rigor, a la jerarquía de verdades de que habla el Concilio Vaticano II y respetar escrupulosamente la libertad personal de pensamiento, de expresión y de conciencia. En cuanto a lo primero, el Concilio recuerda que no todas las verdades de fe tienen la misma categoría e importancia. Sobre esta cuestión decía san Agustín que hay que mantener en lo esencial la unidad; en lo opinable, la libertad, y siempre, la caridad. Pero la Iglesia ha ido recortando cada vez más el campo de lo opinable y así es muy difícil que no acabe situando en el mismo plano las verdades fundamentales y las secundarias. Por el contrario, la Iglesia tendría que aligerar su bagaje intelectual e histórico, desprendiéndose de muchas tradiciones, normas, falsas seguridades, teologías caducas, excesiva burocratización de sus estructuras, etc.
Y en cuanto a la libertad, tengamos en cuenta que todos los analistas están de acuerdo en que el valor más apreciado por los hombres y mujeres de hoy es el de la libertad. Ante las verdades directamente reveladas por Dios y fielmente custodiadas y transmitidas por la Iglesia no cabe libertad alguna: sólo cabe la adhesión plena, razonable, amorosa y confiada a su palabra. Pero ante las demás, especialmente en el campo moral, es posible el ejercicio de la libertad personal. No se trata de relajación de costumbres, sino de racionalidad. Tengamos en cuenta que cuando la razón y la fe se oponen, o es porque la razón traspasa sus límites o es porque ejercemos el magisterio con una notable miopía y una falta de confianza en el Espíritu. Si no apoyamos esa libertad que pertenece a los fieles, les estamos manteniendo en un perpetuo infantilismo religioso y moral. Y nosotros estaremos abusando de nuestro magisterio.
Yo estoy convencido, porque tengo fe, que la Iglesia superará esta crisis, como tantas otras, aunque ésta sea, quizás, la más grave que ha sufrido en su historia, porque no se trata de evangelizar pueblos paganos, sino sociedades multisecularmente cristiana, para las que el cristianismo ya no es una novedad histórica, sino que, hasta cierto punto, están ya de vuelta de él. Y porque no se trata de determinadas herejías, sino de la cuestión base de toda verdad de fe: la existencia y el sentido de Dios para el hombre. Creo que esta crisis es un momento de purificación hacia una Iglesia mucho más pobre de poder y esplendor, sencilla y cercana a los hombres y a sus orígenes evangélicos. Por eso es posible la esperanza.
Rafael Sanus Abad es obispo auxiliar emérito de Valencia y profesor de Teología.
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