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A PIE DE PÁGINA

Viaje a los orígenes mismos del ensayo

Paseábamos por la "alameda del fin del mundo", un bello sendero junto al castillo de Michel de Montaigne, cuando mi acompañante me hizo una extraña pregunta:

-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?

En realidad la pregunta fue formulada con una sonrisa y sin el menor aire de trascendencia, buscando tan sólo parodiar a un señor que el verano pasado, en un coloquio literario en Santander, me preguntó si era verdad que me apasionaba la idea de desaparecer. Pero la pregunta me cogió tan desprevenido que apenas supe reaccionar, es más, me quedé completamente lívido allá en la alameda del fin del mundo.

En lugar de contestar, reflexioné. Reflexioné, como solía hacer Montaigne en lo alto de la torre que hay junto a aquel castillo próximo a Burdeos. Todo lo escribía yo últimamente en primera persona y, además, sin ambages, todo lo que escribía giraba en torno a mí. Y, sin embargo, esa tendencia a autoafirmarme me conducía a una extraña voluntad de autoaniquilación. Podía decirse que participaba de ese fenómeno tan curioso de las letras occidentales en las que la pasión por desaparecer se produce en el sujeto al mismo tiempo que sus más sonados "actos de afirmación".

Me fascinaba pensar que ese viaje a la torre de Montaigne podía acabar convertido en un libro sobre el que lo ignoraba todo

-Ignoro de dónde viene -contesté-, sólo sé que paradójicamente toda esa pasión por desaparecer, todas esas tentativas llamémoslas suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo.

Sonaron perfectas mis palabras, dichas allí en la cuna misma del ensayo. Como se sabe, Montaigne dispuso en lo alto de la torre de su castillo cercano a Burdeos una sala de biblioteca para poder trabajar sin ser molestado y allí inventó lo que hoy conocemos como el género del ensayo. Descartes situó asimismo la escena originaria de su pensamiento en un lugar de recogimiento: la bien caldeada habitación del cuartel de invierno de Ulm, donde solo y sin ningún tipo de relación social se dispuso a buscar una primera certeza inamovible: "Pienso, luego yo" (más conocido por "pienso, luego existo").

La situación de los dos autores que más esencialmente han contribuido a la construcción de la subjetividad moderna, muestra claros puntos en común. El sujeto moderno no surge en contacto inmediato con el mundo, sino en una apartada habitación en la que el pensador está solo consigo mismo. Ahora bien, el objeto de la reflexión de ambos no tenía nada de retiro monacal, estaba emparentado con el mundo, no dirigido ya al más allá. Montaigne, concretamente, sin valerse de ningún apoyo divino, investigó las profundidades y abismos de su propio yo. Y lo hizo en lo alto de aquella torre que a continuación mi acompañante y yo visitamos. Yo me sentía feliz porque de nuevo, tras un periodo de descanso, volvía a vivir en literatura. Me fascinaba pensar que aquel viaje matinal en coche desde Burdeos hasta la torre de Montaigne podía acabar convertido en un libro sobre el que lo ignoraba todo pero que titularía La alameda del fin del mundo y llevaría el subtítulo de Viaje a los orígenes mismos del ensayo.

Mientras subía por la escalera de la torre y enlazando con la respuesta que le había dado poco antes a mi acompañante, pensé en mi libro sobre los enfermos de literatura y en cómo había sido tan monumental en él mi intento de reafirmación de la literatura que el propio intento había acabado por contener incluso la apasionada certeza de que la literatura, como diría Maurice Blanchot, va hacia su propia esencia, que es la desaparición.

Ya en lo alto de la torre, alejándome mentalmente lo máximo posible de mi acompañante, logré concentrarme en mí mismo, busqué el aire que respiraba el antiguo señor de aquel castillo, el inventor del ensayo. Di vueltas en torno a la sospecha de que en el mundo contemporáneo la desaparición del sujeto pertenece a la filosofía del sujeto, en lugar de anunciar su final. Pues en realidad la desaparición del sujeto, sobre todo, no anuncia nada sino que más bien muestra el límite de nuestras posibilidades de acción. Pensé en algo que dice George Steiner en La barbarie de la ignorancia: "Uno de los personajes más inquietantes de la deconstrucción, el señor Paul de Man, agonizaba (moría de un cáncer atroz) y daba un último seminario en Yale, en su casa (se lo permitían, claro). Un estudiante que conocí intentó de pronto ser más deconstructor que la deconstrucción de las virtuosidades del nihilismo brillante. Y Paul no pudo más y gritó (está en los apuntes del estudiante): '¡Cállese, cállese! ¿O acaso no sabe que sólo hay un interrogante: la existencia o inexistencia de Dios?".

"¡Qué rodeo para llegar hasta allí!", comenta Steiner, para quien si este interrogante sobre la existencia de Dios es una cháchara insensata, entramos en una nueva estética, una nueva estructura, que él, por lo menos, es incapaz de ver. También yo soy incapaz de verla. Y no es porque no lo intentara cuando, allá en lo alto de la torre de Montaigne, me senté en su silla y de un solo trazo mental intenté ver dibujándola -si es que pueden dibujar las narraciones- la historia de cómo las tendencias del sujeto occidental a autoafirmarse como fundamento le conducen a una extraña voluntad de desaparición, que a su vez es un intento de afirmación del yo. Lo único que logré ver fue a mí mismo, convertido en una modesta imitación del antiguo señor de aquella torre, pues experimenté mi yo como algo inestable ("la natural inestabilidad de mis costumbres y opiniones", decía Montaigne) y al mismo tiempo, por paradójico que parezca, se reafirmó mi identidad. Miré a mi acompañante y vi que era Dios.

-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? -me volvió a preguntar.

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