Pequeña cumbre del cine libre
Esta Osama de título inquietante llegó hace unas semanas al festival de Valladolid procedente de algo que suena a lugar inexistente, el solar de lo que fue Afganistán. Emergió del silencio de ese trágico pozo en mayo, en un rincón cinéfilo marginal dentro del festival de Cannes, donde no pasó inadvertida y los jurados del Premio Cámara de Oro a la mejor ópera prima le concedieron una bonita, pero que suena a algo caritativa, "mención especial" que le abrió las pantallas del mundo, pero que en sí misma es poca cosa para tan honda y ancha riada de cine libre, limpio y noble; un respaldo insuficiente para una obra del vigor espiritual y la fuerza movilizadora de este prodigio de riqueza del cine pobre. De ahí que cuando esta mínima y escondida Osama arrebató en Valladolid la Espiga de Oro a películas ricas y de gran fama, algo sonó en ese premio a buen desquite.
OSAMA
Dirección y guión: Siddiq Barmak. Fotografía: Ebrahim Ghafuri. Intérpretes: Marina Golbahari, Khwaja Nader, Arif Herati, Zubaida Sahar, Amida Refah, Gol Rahman. Afganistán-Japón-Irlanda, 2003. Género: drama. Duración: 83 minutos.
Cuenta Siddi Barmak, el documentalista afgano que escribió y realizó Osama: "Es una historia de gente asustada, que tiene miedo incluso de los sonidos de las sombras. Nació así: a las dos semanas de que los talibanes se apoderaran de Kabul, hui hacia el norte y dos años después me exilié a Pakistán. Allí estuve buscando temas y personajes con los que hacer cortometrajes de ficción y un día, por casualidad, cayó en mis manos la carta de un profesor afgano que contaba la historia de una niña que deseaba ardientemente ir a la escuela, cosa que el régimen talibán prohibía a las chicas. Entonces ella cambió, se cortó el pelo, se vistió ropas de varón y fingiendo ser un chico entró en la escuela".
El golpe de sublevación, de elevación y de expresividad -desvelador de la sagrada batalla diaria por la libertad de los espíritus libres- que despide el suceso verídico desencadenante de Osama tiene tanta y tan extraordinaria precisión, y tan viva y cercana -¿quién no la ha visto o la ha soñado?- es la imagen de esa niña sin rostro que no parece cosa fácil darle en la pantalla uno que esté a la altura del coraje y de la energía interior que deja ver esa sublime aventura vivida. Siddiq Barmak supo esculpir este rostro en el de la hermosa niña Marina Golbahari, que no interpreta, sino que vive ante la cámara el apasionante y estremecedor suceso, enriquecido por Barmak con algunas variantes imaginarias, pero no irreales, que no rompen ni adulteran el suelo documental sobre el que se sostiene el armazón del relato, su andamio profundo.
La pantalla de Osama tiene la gracia del inacabamiento, lo que la situa en los antípodas de la pantalla despótica dominante en el cine occidental. La elasticidad del ámbito de esta pantalla inacabada nos permite, mientras estamos frente a ella, acabarla interiormente, convertirla en obra nuestra, introducir el empuje de nuestra libertad en la llamada a la libertad que ella despide. Lo que vemos en esta pantalla porosa y abierta nos secuestra, porque emociona sin emplear para conseguir ese estremecimiento ningún artificio de dramaturgia, ni recursos de zorrería y astucia de viejo filmador, sino con la fuerza de pegada que tiene el candor cuando la pureza del suceso filmado pide a la cámara que lo filme de rodillas.
Mueve y conmueve la limpia representación del calvario de esa niña de 12 años que, bajo el régimen de los clérigos talibanes, se ve obligada a fingirse niño para poder tener un trabajo con el que alimentar a su madre. La muchacha consigue sobrevivir en esa salvaje selva de hombres y dogmas, a través de piruetas tan llenas de ironía como la lección de baño según las reglas coránicas. Hasta que, en una escena de gran riego y desarmante veracidad, realizada con gran tacto y delicadeza, rompe entre las piernas de la niña, ante los ojos asustados de sus compañeros de escuela, la primera sangre de su condición de mujer.
Y la muchacha es devuelta a la mazmorra moral de donde quiso escapar y en la que parece cerrarse, pero en realidad se abre, el cálido y generoso arco metafórico de esta pequeña cumbre del cine libre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.