Los cien días
La investidura -ayer- de Pasqual Maragall como presidente de la Generalitat fue precedida desde varios días antes por críticas del Gobierno de Aznar tan destempladas y severas al menos como las descalificaciones de CiU, la coalición nacionalista desalojada del poder autonómico después de 23 años y asociada con el PP en el Parlamento catalán y en el Congreso durante las dos últimas legislaturas. El mecanismo triturador del cascanueces es el movimiento contrapuesto de los brazos de la tenaza: mientras el PP censura la connivencia del socialismo catalán con el independentismo de ERC, CiU denuncia su sucursalismo españolista respecto al PSOE.
El plazo de los cien días de margen o de gracia que la oposición y los medios de comunicación suelen otorgar a los nuevos gobernantes -especialmente tras dos décadas largas sin alternancia en el poder- por cortesía o por juego limpio fue esta vez incumplido desde la víspera. La causa principal -más importante que la mala educación- es que también faltan unos cien días para las elecciones legislativas: Mariano Rajoy necesita la mayoría absoluta si no quiere hacer depender su investidura de los votos nacionalistas. La campaña del PP para los comicios locales del 26-M ya había cargado las tintas -como principal arma propagandística- sobre la defensa de la unidad estatal amenazada por el plan Ibarretxe; el Gobierno tripartito catalán sumará ahora nuevos argumentos a la estrategia contra el PSOE. El ministro Zaplana -en su triple papel de Portavoz del Gobierno, Altoparlante del PP y presidente en funciones del Constitucional- dedicó la conferencia de prensa del último Consejo de Ministros a sembrar la alarma sobre la llegada de Pasqual Maragall a la Generalitat y a sentenciar la inconstitucionalidad de su programa; la maquinaria de agitación y propaganda partidista que el PP viene utilizando desde hace años como si fuera un servicio público estatal ha perdido -si alguna vez lo tuvo- cualquier pudor en sus métodos manipuladores.
Esas técnicas intoxicadoras no sólo anuncian el apocalipsis para el futuro: también desfiguran el presente y falsean el pasado. La gobernabilidad de las democracias suele exigir negociaciones y alianzas programáticas entre partidos de muy diferente signo ideológico: sólo los grupos al servicio de la violencia quedan marginados de ese laborioso tipo de acuerdos. La fuerza electoral de los partidos nacionalistas -grande para Cataluña y el País Vasco, significativa para Galicia y Canarias- puede convertirlos en socios obligados del PP o del PSOE dentro de los ámbitos estatal, autonómico o municipal si no obtienen mayoría absoluta y renuncian a constituir una gran alianza. En 1996, Aznar logró la investidura gracias a los votos de los nacionalistas catalanes y canarios; también prestó la sede madrileña del PP para que Arzalluz anunciase la incorporación del PNV al pacto parlamentario y le cubriese de calurosos elogios. Tras el Pacto de Estella firmado por todos los nacionalistas y el alto el fuego declarado por ETA en septiembre de 1998, Aznar no tuvo empacho en referirse a la organización terrorista como representante del Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV). La Declaración de Barcelona -basada en el derecho de autodeterminación- suscrita durante el verano de 1998 por CiU, PNV y BNG tampoco fue obstáculo para que el PP mantuviese su doble pacto parlamentario con el partido de Jordi Pujol durante los seis últimos años. Y aunque Artur Mas visitó al lehendakari Ibarretxe después del 16-N en un cortés gesto de amistad política, el Gobierno de Aznar patrocinó hasta el último minuto su candidatura a la Generalitat.
No sólo ese vaivén entre el oportunismo sin principios y la rigidez sin causa seguido por el PP para juzgar las alianzas en función de cuáles sean los participantes reserva la parte ancha del embudo a sus propios pactos. De añadidura, la demagógica maniobra de meter en el mismo saco las situaciones políticas catalana y vasca -subrayando sus semejanzas pero ocultando sus rasgos diferenciales (desde la violencia terrorista hasta el nacionalismo identitario)- es algo más que ventajismo electoral: constituye también una grave irresponsabilidad que pone en riesgo la unidad de acción del PP y el PSOE en el País Vasco.
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