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Columna
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Nijinski con botas

Santiago Segurola

La designación de Zidane como mejor jugador del planeta se produce seis años después del primer galardón que recibió de la FIFA. Se trata, por tanto, del jugador que ha definido un periodo del fútbol, el que se sitúa a caballo de dos siglos. Hay una consistencia en su producción que obliga a pensar en el futbolista como un referente obligatorio, alguien que trascenderá a su tiempo y permanecerá en la memoria de la gente. Sólo Ronaldo, tercero en esta edición, ofrece este tipo de perfil superior, por números y recorrido, aunque su estilo sea radicalmente diferente. A ellos se acercan Raúl, Figo y Roberto Carlos, jugadores excepcionales, de largas y brillantes carreras.

Todos juegan en el Real Madrid, lo que abona la idea de equipo dificilmente repetible, una especie de supernova de estrellas que conviene disfrutar antes de que se apague. Seis de los once primeros futbolistas del planeta -Beckham es el otro- juegan en el equipo español. Pocas veces se ha producido tanta concentración de calidad, circunstancia que convierte al Madrid en el indiscutible faro mundial del fútbol. Esta consideración convierte a Florentino Pérez en el ganador in pectore de la votación. No juega, pero su plan ha merecido un reconocimiento estruendoso en el premio de la FIFA.

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Tercera cumbre de Zidane

Zidane tiene la virtud de definir al Real Madrid que pretende su presidente. En la singular galaxia que se ha creado en el equipo, pueden discutirse los méritos de tal o cual estrella. Es seguro que Ronaldo es más determinante que el genio francés. No es posible discutir la excepcional continuidad de Raúl en casi todos los factores que definen el juego. Nunca se valora suficientemente la contribución de Roberto Carlos al contundente juego de ataque del Madrid, que ha encontrado en el brasileño a la mejor combinación de extremo y defensa que se recuerda en el fútbol. Pero es a Zidane a quien se asocia el juego del equipo, el rasgo final del Madrid, la coronación de la obra. Cuando se recuerde a este Madrid es más que probable que venga a la memoria la majestuosa memoria de Zidane, con sus controles impecables, su zancada elegante, la consagración de la belleza. Puede que mucho de lo que ofrece Zidane pertenezca al mundo de lo estético, a la fascinante conjunción de la armonía con los recursos técnicos, a la sublimación de lo artístico en el pedregoso mundo actual del fútbol. El caso es que la gente adora a Zidane y lo que representa. Y, por lo que parece, Zidane se encuentra feliz en el papel que representa, hasta el punto de que muchas veces parece definitivamente entregado a atender la exigencia de belleza de la hinchada madridista. En esos momentos, las cosas mundanas del juego, entre las cuales figura ganar partidos, hasta le pueden quedar ajenas a este Nijinski con botas. El Bernabéu, que tardó al menos cuatro meses en celebrar el magisterio del jugador francés, ahora le tiene como su favorito, por encima de cualquier otro. Es a Zidane al que permiten distraerse de ciertas obligaciones porque les devuelve la entrada en forma de ingeniosa destreza.

A este Zidane que disfruta en el fútbol español del juego que no tuvo oportunidad de desarrollar plenamente en Italia, donde la conciencia práctica suele impedir cualquier forma de hedonismo en el fútbol, se añade el jugador competitivo que no desperdicia la oportunidad de mezclar eficacia y belleza en dosis iguales. Ése es el mejor Zidane, el que se vio frente al Deportivo, por citar su demostración más reciente. En el control imposible que anticipó el primer gol del Madrid se unió la armonía, los recursos técnicos inigualables y la fiereza para convertir la jugada en una puñalada a la defensa rival. Ahí el fútbol adquiere todo su vigor y sentido, la capacidad para transformar el juego en éxito, en victoria sobre el adversario. Y cuando eso ocurre, es difícil discutir a Zidane la consideración de mejor jugador del mundo.

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