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Columna
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Pedofilia navideña

La previsión es una antigua y casi desconocida virtud que, poco a poco, ha ido instalándose entre nosotros. A mediados de diciembre ya tenemos los buzones repletos de instrucciones para dilapidar el peculio en las inminentes navidades. Y eso que yo ya debo de estar borrado de las listas de muchos proveedores, situación en la que quizá se encuentren muchos de los vecinos de este envejecido barrio de Chamberí. Como vestigio acabo de recoger, junto con el escaso correo, varios catálogos muy útiles entre las familias numerosas, que significan el recuerdo de un pasado que no volverá sobre sus huellas. Mis descendientes de la tercera generación son más bien parroquianos de una Feria de Informática que de otros productos de entretenimiento.

Van, empero, de menor a mayor, desde la insidia de que al benjamín pudiera interesarle un ordenador portátil que apenas cuesta 1.300 euros. A él se dirigen tomándole como versado en el lenguaje que ya no les resulta ajeno: CDR, módem, software, bit y demás denominaciones. En las primeras oleadas publicitarias se ocultan pudorosamente los precios, que, poco a poco, aparecerán bajo el viejo truco de las cifras psicológicas: 299,95, y de ahí, hacia arriba. La televisión lleva semanas excitando los más bajos instintos de los pequeños, hasta convertir el juguete en algo absolutamente imprescindible.

Ignoro las posibilidades de éxito de los fabricantes de juguetes que rememoren los viejos tiempos, renovándose -desde no hace mucho- la oferta de la reproducción de los antiguos soldaditos de plomo, tontamente proscritos, a mi juicio, porque no se sabe de ninguna guerra comenzado por ellos o que su ausencia la haya evitado. La imaginación va por otros caminos: guerreros galácticos, armas aún no imaginadas por los traficantes convencionales, sugerencias de aniquilamiento universal, alejados del circunscrito afán coleccionista de los húsares, coraceros y ulanos de otro tiempo. Como todo cambia inevitablemente, las peponas de carrillos colorados e incluso las muñecas con cabeza de porcelana y cabello natural están sustituidas por Barbies, Sindies o como ahora se llamen, que son capaces de toser, moquear, quedarse embarazadas y, quizá muy pronto, dar seropositivas.

Uno tiende a refugiarse en el propio pasado y, por el mismo precio, consolarse pensado que fue mejor, lo que nunca es cierto ni tampoco falso. La enorme y anticipada oferta que hoy se hace a los niños tiene el lado positivo de renovar las antiguas ilusiones que, en la mayoría de los casos, experimentaban los padres y que los pequeños procuraban fomentar haciéndose los sorprendidos.

También aquí se suscita el tema de la prioridad: ¿satisfacción de una demanda o invención de un mercado? Posiblemente lo segundo, y hay cerebros que, a lo largo de todo el año, se despepitan por inventar algo que sea del agrado de la gente menuda. En todo caso, creando la necesidad de la play station, o lo que sea, para reemplazar la aparente saturación de los teléfonos móviles. ¡Qué lejos los viejos años, cuando la nena era feliz con su muñeca, quizás la cocinita, puede que la casa diminuta, la caja de costura y poco más! El otro día, en una clínica de rehabilitación que forma parte de mi mundo actual, las simpáticas y eficientes fisioterapeutas se asombraban ante una palabra que nada significaba para la mayoría: el cabás. Pues era para las niñas lo que la mochila para lo chavales, una cartera con asa para llevar al colegio los libros y útiles de trabajo. Solía formar parte de los regalos, con el plumier y el estuche con el compás y la bigotera. Hoy las mujeres llevan a la espalda las varoniles mochilas y apenas se usa el bolso entre las jóvenes como accesorio de moda y distinción.

Una novedad: en Italia proponen prohibir la aparición de menores de 14 años en los anuncios televisivos, con la protesta indignada de los creativos publicitarios. No cabe duda de que es una explotación de la infancia, no inferior a la de quienes se proponen crear un campeón de tenis o una estrella de la canción de sus tiernos retoños. He reflexionado sobre este asunto y pienso que es un acto de justicia distributiva, habida cuenta de que los descendientes se quedan en el domicilio paterno hasta pasados los treinta. Explotarles en la primera infancia no sería más que un cobro anticipado y cuando aún es viable hacerlo. Todo se reduce a la casuística.

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