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Crítica:POESÍA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El jaramago en el fortín

Para muchos lectores, Leopoldo de Luis (Córdoba, 1917) es sobre todo el editor de Miguel Hernández o el compilador, entre otras antologías de menor resonancia, de Poesía social (1965), publicada cuando las propuestas del realismo del medio siglo comenzaban a ser barridas por los aires sesentayochistas. Al éxito de este florilegio en que De Luis teorizaba sobre la literatura engagée se debe acaso la adscripción automática de su propia poesía a la corriente del socialrealismo. Sin embargo, vistos en su conjunto los más de treinta libros recogidos en los dos volúmenes de la Obra poética, tal adscripción es más inexacta que imprecisa: ni Leopoldo de Luis nace en el socialrealismo ni, cuando llega, se mantiene mucho tiempo en él. La médula esencial y sostenida a lo largo de su trayectoria es el humanismo existencial de raíz pesimista pero de dicción mesurada, más próximo al telurismo umbrío de Hidalgo que a los espasmos de los expresionistas.

OBRA POÉTICA (1946-2003)

Leopoldo de Luis

Prólogo de Ricardo Senabre

Visor. Madrid, 2003

2 volúmenes. 640 páginas

y 15 euros, cada uno

Si en Alba del hijo (1946)

aquella entonación aparecía velada, se debe a que el anuncio del hijo aliviaba las marcas de un dolor que en buena parte manaba del pasado inmediato de la guerra, y que ya se evidencia plenamente en Huésped de un tiempo sombrío (1948) y, sobre todo, en Los imposibles pájaros (1949). El aterrizaje de los sueños, que en Blas de Otero había adquirido la figuración de ángeles encadenados y en Gaos la del luzbelino arcángel derribado, ahora se concreta en los "imposibles pájaros" del título, con muñones allí donde una vez hubo alas, y de cuyo vuelo no cabe esperar el retorno de ningún paraíso: "Lo que he perdido nunca / volverá con las aves".

Ese dolor se abriría hacia territorios colectivos en Teatro real (1957), y continuaría en Juego limpio (1961) y en La luz a nuestro lado (1964). En éste, el rosario de buenas intenciones de la poesía social se objetiva en un recorrido en que las cosas -clavo, fragua, bisagra, plomo de fontanero- se tornan símbolos de un universo artesanal o fabril movido por la solidaridad humana. Como en todos los poetas que lo son de veras, su entramado cognoscitivo y estético no se reduce a receta, ni cabe en formulaciones dilemáticas, en las que De Luis sólo incurre excepcionalmente ("Mientras exista un niño sin pan y sin sonrisa, / yo renuncio a la Luna"). Por lo demás, el arquetipo principal de esta obra, bien lo ha visto el prologuista Ricardo Senabre, es el del homo viator, cuya trashumancia abre puertas de una sabiduría que lo conduce al desmantelamiento de las ilusiones, desperdigadas por el suelo de una realidad cada vez más confusa. Libros como Igual que guantes grises (1979) o Una muchacha mueve la cortina (1983) recogen este vaciado de certezas tras el que sólo queda la evidencia de una muerte a la que se llega tras recorrer las estepas de la soledad, el acatamiento del destino y, también, el reconocimiento a los regalos de la vida.

Aunque hay bastante de coyuntural

en cuadernos como Poesía de postguerra (1997) o Generación del 98 (2000), algunas composiciones del último se colocan junto a las más hermosas del poeta. Así, José Martínez Ruiz atraviesa la Mancha o Atravesando Castilla bajo la lluvia sorprenden porque el autor, habitualmente atado a los cauces estróficos regulares, echa mano del versículo en unas secuencias en que la imaginación y el fraseo melódico se llevan en sus vuelos el corsé de la lógica y de la métrica: "Atravieso Castilla esta mañana de dulce y diluvial simbología. / Es como una mujer de agua y de llanto prodigando sus besos y su música / sobre el silencio gris...". En los libros finales vuelve al rigor del metro con su maestría de siempre: así en Poemas últimos (2001), pero sobre todo en Cuaderno de San Bernardo (2003), un sonetario conmovedor donde el poeta, tocado por la muerte, aparece como un fortín abandonado a su ruina, entre cuyos despojos ya brota el jaramago que florece en la desolación de Itálica.

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