Un oleaje encantador

Llegó por primera vez a Oviedo Lakmé, una ópera exótica (se desarrolla en la India), con encanto, representativa del melodismo francés de finales del siglo XIX. Tenía que llegar algún día al teatro Campoamor, porque en Asturias de esto saben, y mucho. La primera de las óperas de las 56 temporadas ovetenses en el formato organizativo actual fue Manon, de Massenet, con la soprano Victoria de los Ángeles, nada menos, como protagonista, y, por ejemplo, Los pescadores de perlas, de Bizet, ha subido en cinco ocasiones al escenario del Campoamor, entre 1958 y 1981, todas ellas, claro, con el tenor Alfredo Kraus como Nadir. Oviedo tiene una tradición que impone. Saben sus aficionados incondicionales mucho de ópera francesa, en particular, y de ópera en general. Únicamente hay que mirar los repartos vocales de sus temporadas para comprobarlo.

Lakmé necesita una protagonista de mucho fuste, pues la tradición interpretativa, desde la adorable Mady Mesplé hasta la sorprendente Natalie Dessay, es de las que condicionan. Desirée Rancatore estuvo espléndida. Sus modelos van más en la línea francesa que en el técnicamente exhibicionista de una Sutherland, pongamos por caso. Rancatore resuelve con una precisión admirable la endemoniada aria de las campanillas del segundo acto, pero no olvida en ningún momento el carácter humanista, sufriente, de su personaje. Su fraseo es delicado, su estilo es intimista, su visión musical tiene carácter. Desde el conocidísimo duetto de las flores del primer acto hasta la confidencial escena final, Rancatore se esfuerza en construir un personaje más cotidiano que heroico, más profundo que exótico, más humano que divino. Y, afortunadamente, lo consigue.

El reparto vocal fue equilibrado y coherente en su conjunto, con un Raúl Giménez con recursos de mucha escuela, un Giorgio Surian mostrando en todo momento una gran personalidad y una Ruth Rosique que cada día se supera a sí misma.

Atmósferas

Pedro Halffter creó unas atmósferas muy apropiadas desde la dirección musical. Dejó siempre respirar a los cantantes y se abandonó al tono evanescente y dulcemente melódico de la obra. Los resultados artístico-musicales fueron convincentes.

La dirección escénica de Roberto Laganà incidió en un decorativismo de estampita. Se centró más en la ambientación oriental que en el desarrollo de las pasiones de los personajes. Su faceta colorista y amable predispuso a un punto de cursilería, acentuada sobre todo en el último acto. El sentido de la eficacia se impuso, en cualquier caso, al kitsch.