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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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La ciudad de los prodigios

A toda vela

Lo ignoro todo sobre las costumbres de los regatistas multimillonarios, si sus vidas en competición se limitan a ir del yate a puerto y de puerto al yate o si su interés por la ciudad que acoge su excitante entretenimiento se extiende también al deseo de recorrer sus calles y tapear en los baretos a media tarde. Valencia no va a celebrar una exposición universal, pero va a estar muy expuesta al universalismo mediático de los que hacen del mar un costoso elemento recreativo, así que no estaría de más que esta ciudad se convierta de una vez en un entorno confortable para todos. Igual ha llegado el momento de desdeñar el amarre de fachada, marítima o no, para que Rita Barberá pase a la historia -quién lo diría- como la alcaldesa que no regateó esfuerzos para convertir a su ciudad entera en una auténtica perla del Mediterráneo. Mejor no lo puede tener para transformar en actuaciones sensatas su férrea valencianía.

Y a toda letra

A quien se lo han puesto a huevos con este premio gordo de la Copa del América es a Ferran Torrent -navegante de por lo menos siete mares- que mira por dónde encontrará sin duda en el prólogo de este episodio infinito la inspiración perfecta para concluir su galdosiana trilogía sobre la sociedad valenciana. Ahí es nada. Después de Sociedad limitada y Especies protegidas, nada mejor que un Velas y vientos para escapar a la crónica localista y dar el salto hacia una mirada de la ciudad desde el mar que la contempla, un tránsito muy conveniente para pasar de las fecundas lecturas de Stendhal a las más instructivas de Joseph Conrad, quien, como es sabido, también navegaba a vela en el corazón de las tinieblas. En cualquier caso -hay que precisar que los poetas, para su desdicha, se ocupan más bien de las eternas afecciones del alma- esta Copa del América ofrece una ocasión sin excusa para que nuestros narradores ensayen por una vez el modelo Scott Fitzgerald. Que también va siendo hora.

Una novela sangrienta

El confidente es una figura muy acreditada en la realidad real y en las películas y en las novelas y en todo tipo de fantasías mayores o menores. Hay una gran película de Jean Pierre Melville sobre el asunto, por no mencionar las novelas de espías de John Le Carré. El ministro Trillo Figueroa atribuye a la traición de los confidentes reclutados en Irak la masacre de los servicios españoles de inteligencia en aquel funesto territorio, como si no se supiera desde siempre que la información confidencial es la más endeble de las que se pueden recibir, porque es la más expuesta a un efecto boomerang que nunca se controla. Siete espías de nacionalidad española han muerto en una emboscada artesanal urdida en una carretera secundaria de un paisaje remoto por un puñado de desesperados. No es preciso -aunque sí lo es- preguntarse qué se les había perdido allí para sugerir que mejor si cada cual se va a su casa. El que la tenga.

Aznar, de qué vas

Rafa Ninyoles tiene demostrado que muchas soflamas del general Franco están repletas de citas más o menos textuales de Ortega y Gasset (de quien tanto se cachondeaban Juan Benet y Luis Martín Santos en su juventud madrileña), y nada costaría menos que seguir ese mismo rastro de estirpe orteguiana en numerosas intervenciones de José María Aznar, sobre todo en lo que se refiere a la españolidad de España, de la que el jefe de Gobierno parece hacerse la misma idea que el cantaor Antonio Molina: "Bonita, alegre y graciosa como una rosa de abril". Eso si no canturrea en la intimidad de la ducha algunas de las memorables estrofas de Manolo Escobar. La cuestión es demasiado seria para dejarla en manos de ariscos españoleros de zarzuela, y demasiado urgente como para declarar intocable una Constitución nada ajena en su origen a un pasteleo poco menos que improvisado.

Residuos orgánicos

No se puede descartar así como así que el fracaso relativo de los socialistas para regenerar este país se deba en alguna medida a la profunda miseria moral con que el franquismo asoló este territorio durante unas cuantas decenas de años. Esa clase de peajes y complicidades miserables en el conjunto del tejido social forma una urdimbre tenebrosa difícil de erradicar en pocos años. También en su día habrá que considerar el lastre, seguramente enorme, que los hábitos y usos aznarosos depositan en esta sociedad en orden a una cierta regeneración de extrema urgencia que, como tantas otras cosas, habrá que dejar también para mañana. La conjunción entre ladrillo e ideología pesada fomenta una adicción especulativa de muy poderosos receptores cerebrales y de muy costosa desintoxicación.

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