Una luz que se apaga
Cuando los fieles lectores de poesía sepan que ha muerto en Madrid José Olivio Jiménez (Santa Clara, Cuba, 1926) sabrán bien quién ha muerto, porque pocos de ellos ignoran que se trataba de un excelente guía para seguir la pista de la mejor poesía contemporánea de España y de América. No en vano se habrán asomado a las páginas de su antología de la poesía hispanoamericana que desde el año 1971 en que apareció no ha dejado de ponerse al día en varias revisiones.
Tampoco será necesario recordarles lo que para el conocimiento del modernismo, y especialmente de la obra de José Martí, ha supuesto el trabajo del crítico que nos deja. Ni, por ejemplo, lo que para el conocimiento de una buena parte de la poesía del 27, de las dos generaciones de posguerra, muy especialmente Brines y Rodríguez en la del 50, y hasta de los Novísimos -Luis Antonio de Villena, entre ellos-, ha significado la lectura aguda de José Olivio.
Cuando se enteren los poetas de las dos orillas de que ha muerto lamentarán la ausencia de uno de sus lectores más perseverantes y de uno de los analistas del verso más minucioso en su trabajo y más riguroso y sensible.
Cuando sus compañeros de la crítica literaria sepan de esta muerte reconocerán que ha desaparecido un modelo de crítico muy especial, el más independiente de los que pueda imaginarse.
Y todos los que han pasado por las aulas donde José Olivio contagiaba la pasión por la poesía, a cuyo estudio dedicó toda una vida, especialmente en la Universidad de la ciudad de Nueva York, cuando sepan que ha muerto, recordarán de qué modo enseñaba: con la claridad sabia que convertida en amor hace de la docencia un modo de entusiasmo que aporta el mejor de los conocimientos.
Y cuando sus amigos, casi todos ellos en la aventura poética, sepan que lo han perdido, van a coincidir todos en el lamento de la ausencia de una criatura generosa y vitalista que hizo de la amistad una religión.
Al recordarlo hoy en una casa de la amistad, la de Vicente Aleixandre, que siempre sintió hacia él la mayor estima literaria y personal, revivimos la dedicación de José Olivio a la obra de nuestro premio Nobel.
Pero tendremos que recordarlo también en la casa de José Hierro, compartiendo su campechanía y su franqueza -Claudio Rodríguez y Francisco Brines por medio, cómplices suyos; su compañero del alma, Dionisio Cañas, escritor también- para recordar lo que a un mejor conocimiento de la obra de Hierro y de Carlos Bousoño, otro de sus grandes amigos, ha aportado su trabajo. Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, lleva esta dedicatoria: "A José Olivio Jiménez, porque en su casa fraterna -West Side, 90 Street-, cercana al Hudson, se me apareció mágicamente la ciudad de Nueva York".
Aquella fue nuestra casa, una casa española de la poesía, tan acogedora como el buen corazón, ahora apagado, de José Olivio Jiménez, a quien tanto quise.
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