En una Europa en mudanza
LA EDAD siempre es engañosa. La Constitución cumple 25 años, pero, en realidad, podría decirse que ronda los sesenta. ¿Por qué? Porque al redactarla se miró más hacia atrás que hacia el futuro. Los propios padres de la Constitución lo reconocen: "Teníamos en la cabeza las constituciones europeas de la posguerra, fundamentalmente la alemana, la francesa y la italiana" (Jordi Solé Tura). Desde entonces todas las constituciones europeas han sido reformadas, especialmente en relación con las metamorfosis de la soberanía derivadas del proceso de gestación de la Unión Europea.
Hay constituciones muy genéricas hechas de grandes principios generales y otras mucho más concretas, que pretenden ordenar con precisión la vida colectiva. Por lo general, las primeras son las que más duran, porque su evolución la marca la interpretación que de ella hacen los tribunales en cada momento histórico. El ejemplo más característico es la de Estados Unidos. La Constitución española de 1978 corresponde al segundo grupo, a pesar de algunas ambigüedades e imprecisiones fruto del consenso. No debe extrañar, por tanto, que la conmemoración del 25 aniversario coincida con un momento en que la reforma de la Constitución está en el orden del día de la vida política. La han puesto en escena las mismas nacionalidades históricas -Cataluña y el País Vasco- cuyas reivindicaciones condicionaron su redacción y condujeron al invento del Estado autonómico. Pero sería erróneo pensar que el título octavo que hoy centra un áspero debate político entre nacionalistas periféricos y patriotas constitucionales sea el único problema de la Constitución.
La Unión Europea cambia sustancialmente las coordenadas del principio de soberanía. Cuando se elaboró la Constitución, Europa era poco más que un mercado único. Aunque hoy es todavía una Europa de los Estados y el peso de éstos marca los momentos de avance y retroceso, el proceso de unificación es imparable. Parece más razonable -siguiendo el ejemplo de otros países del entorno- hacer reformas paulatinas que vayan armonizando lo local, lo nacional y lo supranacional, que esperar al gran cambio que se impondrá el día en que Europa tenga una jefatura del Estado de carácter federal. Aquel día ¿qué será de la monarquía parlamentaria?
Sin ir tan lejos, el debate constitucionalista debería atender otros temas más acuciantes: Participación: en un momento en que se habla de crisis de la política, la Constitución española ofrece un modelo demasiado cerrado, que, en la práctica, otorga a los partidos políticos un monopolio de hecho de la participación política. Aquí hay un enorme campo por explorar: abriendo el juego a la participación de las instituciones de la sociedad civil, potenciando la iniciativa popular e imponiendo criterios de transparencia en la gestión pública. Sistema económico: la Constitución responde en sus conceptos al modelo de pacto entre democracia cristiana y socialdemocracia de posguerra. El marco económico y social de la globalización es muy ajeno al texto constitucional. Derechos sociales: la Constitución consagra derechos que no se cumplen. Pasa de puntillas sobre cuestiones fundamentales como los cambios en el papel de la mujer; desconoce cuestiones clave como la inmigración, sus derechos y sus obligaciones, los derechos de los homosexuales o las nuevas responsabilidades fruto de las capacidades tecnológicas y biotecnológicas del hombre. Laicidad: el Estado español no es confesional pero hay en la Constitución una mención a la Iglesia católica que señala un trato de favor confirmado en la práctica. El debate sobre la laicidad -vivo en Europa en mudanza permanente- apenas ha llegado a España. Derechos colectivos: la cuestión de la diversidad en sociedades plurales ha animado el debate sobre los derechos culturales y colectivos. La creencia liberal -que comparto- de que los derechos son individuales, no debe ser argumento dogmático para evitar un debate importante en un mundo crecientemente interrelacionado.
En un mundo en que nada, por lejano que sea, nos es ajeno, estas cuestiones que países próximos debaten también nos conciernen. El tabú constitucional sólo sirve para aplazarlos.
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