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Columna
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Una paz en precario

Ya ni se recuerda la de veces que el ministro Portavoz, Eduardo Zaplana, y el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, se han reunido con luz y taquígrafos para escenificar su concordia. La última, el viernes pasado en Madrid bajo el patrocinio y los buenos oficios del candidato Mariano Rajoy. Era de esperar que así procediese en algún momento de este contencioso, que ya no podía serle imputado a las invenciones de la prensa. Las diferencias chirriaban demasiado y, en Valencia estando, a nadie se le oculta los estragos que estas confrontaciones han causado. Así pues, el gran componedor ha llamado al orden, al menos hasta las elecciones de marzo. A partir de ahora cabe suponer que se amansarán los ánimos e incluso cabe que se nos obsequie con el paripé de reconciliaciones insospechadas.

No obstante, y sin ánimo de forzar un negro presagio, a nuestro juicio tan sólo se ha suscrito una tregua necesaria, dado que la brega en curso no tiene una causa única, como pudiera ser -y lo es también- la garantía del cargo para las huestes proclives al ministro. Al parecer, y como es lógico, no se van a producir más relevos y todos se comerán las uvas gozando de la nómina y atributos públicos. Después, la vorágine electorera no se concita con cambios estratégicos y acomodos de personas. Pero una vez cumplidas las expectativas de voto, con la revalidación de la mayoría absoluta, resulta impensable que el actual equipo de Gobierno no emprenda las innovaciones que postula y que se ha reprimido por mor de la paz, por aparente y precaria que sea.

Y es que, aunque los zaplanistas no acaban de asimilarlo, es imposible el continuismo, y menos aún el mimetismo que ellos desearían con respecto a la gestión política de los siete años precedentes. El ex presidente, como ellos mismos propalan, imprimió un sello taquicárdico, veteado de audacia y no poca improvisación, probablemente inimitable. Además, dejó exhaustas las arcas públicas y, como corolario, un cierto agobio en todas las fuerzas vivas, y principalmente las económicas. Les ha ido bien, sin duda, pero ya sienten la fatiga por el control a que han estado sometidas por el ojo que todo lo veía y disponía desde la calle de Caballeros, sede de la Generalitat.

Estos y otros motivos, como el distinto talante y distintas afinidades personales, determinan que el actual titular del Ejecutivo y sus parciales más próximos aspiren a imprimir otros ritmos y maneras, acaso ajenas y lejanas a las que exhiben, por citar unos ejemplos, Serafín Castellano o Alicia de Miguel, especímenes eminentes del zaplanismo. Claro que estos leales delfines no habrán de preocuparse por los trasiegos que puedan ocurrir en un próximo futuro. Ellos, y medio tren Alaris, tienen puestas sus esperanzas en seguir sirviendo a la causa, pero en Madrid, donde a lo peor hay que instalar una escollera en Vallecas para frenar la oleada de desalojados forzosos y voluntarios. Aquí hay demasiados indicios para pensar que han consumido su trayectoria.

No es la anticipación de un drama o ruptura, sino del cambio que debió realizarse sin crispaciones ni desaires a lo largo de estos meses en los que, quiérase o no, el testigo ha pasado de una a otra mano, aunque sean de la misma familia. La foto fija que quiso el zaplanismo no solo es imposible, sino también opresiva.

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