La primera puñalada
Aún hoy, cuando vuelve a Barcelona, 30 años después de aquellos sucesos, Fernando Savater siente una inmediata sensación de ligereza. Cenaban en La Puñalada. Alberto González Troyano, Joan de Sagarra, Javier Fernández de Castro, Víctor Gómez Pin, Félix de Azúa y Ferran Lobo. Alguno faltará. En aquel lugar daban de cenar hasta muy tarde. La Puñalada, situada en la esquina de Còrsega con el paseo de Gràcia, había sido uno de los bares preferidos de los estraperlistas. Fue allí, recién acabada la Guerra Civil, donde Josep Pla y la señorita Margot se reunían, a la hora del aperitivo, para analizar la nueva sonrisa española. Y antes había sido el lugar de Rusiñol y los modernistas. Una noche de 1925 entró Valle-Inclán, que venía del estreno de La cabeza del bautista, y el camarero le preguntó: -¿Quiere usted tomar un poco de jamón?
Savater entraba en La Puñalada y se veía automáticamente libre de las rutinas laborales, horarias, digestivas y matrimoniales
-Muchaz graciaz. Yo zoy vegetariano. Los zerez que ze alimentan de carne zon propicioz a enfurecerze, y ezto paza lo mizmo con loz animalez.
-¿Y el toro? -intervino Rusiñol.
-¿El toro? Puez el toro ze alimenta de hierba zeca, y ez lo mizmo que zi comiera mojama!
Según cuenta José Sarañana en sus memorias, Al correr de los años, fue allí y aquel mismo día donde Valle zanjó para la eternidad: "El único que entiende de toroz ez el toro, ¡que hace 4.000 añoz que embizte!".
Savater no sabía nada de esto. Simplemente, aquel bar cerraba tarde y además le gustaba su nombre de folletín romántico. Compréndase que eran tiempos en que todos los bares se llamaban La Sardina. Hoy se llaman Vertical. Tampoco se había vuelto un llepafils con la comida (luego sí lo fue y luego aún lo dejó, asqueado, por causas funebreras) y se tragaba sin pormenores el pescado y la carne fermentados en salsas que habían sido de la gran cocina clásica.
Tragaba, sobre todo. Había venido a beber. Barcelona era un apeadero de dos o tres días, camino de la fiesta del Beaune. Otoño. La enorme fiesta del vino nuevo, en la capital de Borgoña. Durante algunos años, siglos que pasaron entre la flebitis y las heces con melena, fue costumbre ritual de la tropa ir hasta allí. Lo mejor, como es natural, eran los planes. Y los planes se trazaban en la ciudad, sobre la mesa de La Puñalada. ¡Beberemos tanto y tanto! ¡Hasta el alba! ¡Más allá! ¡Y luego roncaremos! ¡Cómo roncaremos! En el camino a Beaune solía añadirse Luis Racionero. Su padre le había dejado un coche imponente. Gastaba una cantidad inconcebible de gasolina. Siempre ha gastado mucha gasolina Racionero.
La Puñalada. Una noche Gómez Pin llegó cuando los otros estaban cenando. El filósofo siempre ha mostrado una pasmosa facilidad de caracterización. Ahora se le llamaría grunge, pero entonces, simplemente, los camareros no le dejaron pasar. Uno de ellos se acercó al grupo.
-Que hay un hombre aquí que dice que es amigo suyo, aunque debe de ser un error, desde luego.
Las voces del filósofo se oían en la entrada.
-¡Que me dejen entrar, que allí están mis amigos esperándome para cenar juntos!
-Los señores ya están cenando.
-Porque son unos cabrones.
Mucho más cabrones. Inmediatamente, los amigos le dijeron al camarero que, en efecto, no conocían a aquel hombre, que seguramente estaría borracho, sólo había que ver cómo se comportaba, y que podrían largarlo con viento fresco. Y así fue cómo echaron de La Puñalada a un filósofo sencillo.
Aura de la felicidad en Barcelona. Savater no tenía entonces pasaporte. Solía alojarse en la casa de González Troyano, que ahora enseña literatura en Sevilla, pero que fue durante años editor de Planeta. Si por ese lugar no hubiese pasado tanta gente hasta dejarlo prácticamente inútil, Savater diría hoy que aquella Barcelona de finales de la década de 1960 era una Europa que no necesitaba pasaporte. Bien: ¿qué era aquello, exactamente?, ¿en qué consistía? La gente era como fina. Las librerías. La ligereza. Aún hoy cuando vuelve... Los amigos le prevenían. Savater entraba en La Puñalada y se veía automáticamente libre de todas las rutinas laborales, horarias, digestivas y matrimoniales. Los amigos le decían que Barcelona sólo estaba en su cabeza. Era el nombre que le había dado a la huida, así lo concretaron una noche. Que era fruto, los severos amigos insistían, de lo que se había sacado de encima y no de lo que encontraba aquí. Entonces ya era muy difícil callarle. Les contestaba que nunca le pasaba lo mismo en Albacete y pedía otro ron.
Cuando se presentó la oportunidad de trasladar la mesa de La Puñalada a la Facultad de Filosofía del País Vasco, la aprovecharon con determinación. El grupo, prácticamente al completo, se instaló en Zorroaga. Los primeros tiempos fueron como de bar. Aún iban a Beaune. Poco a poco La Puñalada se fue pareciendo cada vez más a su nombre como esos viejos que cogen la cara del perro. Entre todas las elucubraciones sobre el futuro, esparcidas en aquellas noches, ninguna preveía el final de la juventud.
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