La democracia más visible
En ocasiones de cierta solemnidad, el legislador olvida la jungla sintáctica y los malabarismos semánticos. Son los momentos en que los códigos legales sienten la necesidad de justificarse con alegatos apasionados, como el que contiene el preámbulo a la primera Ley de Bases de Régimen Local de la democracia: "La historia del municipio, marco por excelencia de la convivencia civil, es en muy buena medida la del Occidente al que pertenecemos. Tanto en España como en Europa, el progreso y el equilibrio social han estado asociados desde la antigüedad al esplendor de la vida urbana y al consiguiente florecimiento municipal".
Este texto se escribió en 1985, con la experiencia que en los años anteriores habían ofrecido los ayuntamientos como laboratorios de la naciente democracia. A los pocos meses de aprobarse la Constitución, los municipios se convertirían en el banco de pruebas de una futura clase dirigente, en la mejor escuela para aprender los usos y costumbres de un régimen político de libertades. Los ayuntamientos fueron las primeras instituciones en las que alcanzaron el poder los grupos que venían de combatir al franquismo en la calle. Tras las elecciones municipales de 1979, la izquierda conquistó las grandes ciudades, y, recién salida de la trinchera, pasó a gobernar al 70% de los españoles. Fue el bautismo repentino para unos dirigentes sin experiencia alguna en la gestión pública, incluidos los más veteranos, como Enrique Tierno Galván, quien, durante la campaña, había replicado a los que le consideraban poco solvente para gobernar una ciudad como Madrid: "Para ser alcalde tampoco hace falta saber de desratización". Este aluvión barbudo y descamisado tuvo que sacar adelante núcleos urbanos incapaces de prestar los servicios esenciales, al borde del colapso tras el incontrolado desenfreno desarrollista de los años sesenta.
"ARTÍCULO 140. La Constitución garantiza la autonomía de los municipios. Éstos gozarán de personalidad jurídica plena"
Desde entonces, los ayuntamientos fueron enseñando lo mejor de la democracia a unos ciudadanos que sólo conocían las miserias del franquismo: el derecho a fiscalizar y pedir explicaciones al que gobierna, la necesidad del debate y de la confrontación de iniciativas, la posibilidad de mejorar la calidad de vida y el entorno atendiendo a los intereses públicos... Y también lo peor. De las corruptelas al nepotismo, de las componendas burocráticas de los partidos al transfuguismo remunerado. Esas instituciones que tanto contribuyeron a hacer la democracia visible a los ciudadanos, sin excluir sus defectos, habían tenido un protagonismo residual en el proceso que alumbró la Constitución. Las fuerzas políticas volcaron todos sus afanes y su sutileza en dibujar un Estado que incorporara a los nacionalistas al consenso. La misma Constitución que dedicaba 16 artículos a delimitar las atribuciones de las nuevas comunidades autónomas despachó en sólo tres los preceptos generales para la administración local.
Ambigüedad
En esos tres artículos, del 140 al 142, hay un gran énfasis en recalcar el principio de la autonomía de los municipios -sometidos durante el franquismo a la tutela de los gobernadores civiles, que nombraban y destituían alcaldes y podían suspender sus acuerdos- y muy poca concreción sobre el alcance de tal principio. Una ambigüedad que acabaría llevando a los ayuntamientos a una situación "bifronte", en expresión del Tribunal Constitucional, dependientes, al mismo tiempo, de la Administración central y de las comunidades autónomas. Sobre todo, de estas últimas.
La vieja aspiración de los municipalistas era conseguir un modelo en el que el Estado gestionase el 50% del gasto público, con la otra mitad repartida, a partes iguales, entre las comunidades y los municipios. Hoy, la Administración central maneja alrededor de un 52%, pero los municipios no sobrepasan el 13%. El resto lo han absorbido las comunidades autónomas, que, por lo general, siguen mostrándose reticentes a ceder competencias hacia abajo. La vaguedad de las referencias constitucionales permitió que los municipios navegasen en una cierta indefinición competencial. Muchos de ellos asumieron funciones -en servicios sociales, de modo principal- que no les correspondían exactamente y que han sufragado con sus propios presupuestos. Los ayuntamientos, además, "sufren una gran presión de gasto porque están muy cerca de los ciudadanos", subraya Xoaquín Álvarez Corbacho, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Santiago de Compostela y veterano estudioso de la materia. El resultado es que la financiación se ha convertido en un problema crónico para los ayuntamientos españoles, por mucho que la Constitución consagre su "suficiencia financiera" y que se haya intentado paliar con la creación de nuevos tributos (IAE, IBI, etcétera) o la participación en impuestos estatales.
Los ayuntamientos, sobre todo cuanto menor es su tamaño, siguen dependiendo, en buena medida, de las subvenciones. Una parte sustancial las reparten discrecionalmente las comunidades autónomas. "Y como está en la naturaleza humana y en la política favorecer a los más próximos", ironiza Álvarez Corbacho, el sistema tiende a abonar el clientelismo, daño colateral a la democracia que los españoles empezaron a conocer en los ayuntamientos.
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