Derecho al silencio
A la fuerte irritación que nos produce a algunos la situación política del país y del mundo, hay que añadir otra fuente, pequeña pero constante e insidiosa, de malestar cotidiano que acabará por crear una enfermedad en unos pocos ciudadanos sensibles, mientras que los demás parecen encantados o indiferentes. Se trata del ruido, pero no el ruido de los bares nocturnos o de una sola moto que circula sin silenciador, sino el ruido constante y terrible de esta ciudad. Máquinas, grúas, excavadoras, taladros, camiones de basuras, vehículos de limpieza, obras constantes y ubicuas que se unen a pitidos de alarmas, sirenas de volumen desorbitado, golpes injustificables.
En otras ciudades del mundo, los ayuntamientos imponen condiciones en las máquinas de trabajo, elaboran mapas de ruido, toman medidas para disminuirlo. Aquí suena ridículo que hablen de asfalto absorbente cuando las obras con licencia, los mismos vehículos municipales y los transportes públicos contribuyen al infierno de ruido cotidiano. He llamado a la Guardia Urbana para quejarme y me han dicho que las obras están permitidas todos los días del año: por lo visto, ni siquiera los sábados y domingos tenemos derecho a descansar. Esto es una locura.
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