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Columna
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Catedral

Hubo un tiempo de catedrales y palacios que vino después de otro de monasterios y castillos. Tiempos remotos en los que la excelencia y relevancia de villas y ciudades se medía por el grosor, altura y perímetro de sus murallas, por la prestancia de sus templos y la magnificencia de sus edificios, características que, aunque estuviera feo reconocerlo, se hallaron siempre en relación y proporción directas con prosaicos, laicos y civiles asuntos menos heroicos y en absoluto místicos, como una posición estratégica al borde de una encrucijada ineludible, lugar de encuentro y trueque, intercambio y comercio, enclave natural de ferias y mercados, fábricas e industrias.

Si a tan ventajosas propiedades se sumaban la feracidad de las vegas colindantes, el verdor de los pastos y la abundancia de caza y pesca en bosques, sotos y riberas, la villa así dotada tenía muchas opciones de convertirse en urbe capital y plaza fuerte, sede episcopal y residencia de instituciones civiles y militares.

De caza estaba la humilde villa de Madrid muy bien provista en su entorno. Enrique III de Castilla, experto en las artes cinegéticas como la mayor parte de los monarcas de antes y después, ya fueran Trastámaras, Austrias o Borbones, edificó en El Pardo un pabellón que le sirvió de cazadero y picadero donde ocultar sus amores ilícitos con doña María de Castilla, esposa del Marqués de Villena, del que escribió el prolífico cronista madrileño Federico Carlos Sainz de Robles que fue hombre "sabio, cornudo y contento". En El Pardo y en Aranjuez se cazaba a pelo y a pluma, y Madrid se iba transformando en el más reputado de los reales sitios. Después de Enrique III, su hijo Juan II y su nieto Enrique IV siguieron cazando y retozando por los alrededores de la villa, en la que efectuarían importantes reformas y a la que otorgarían títulos, honores y concesiones que culminarían cuando un rey celebrado por su prudencia y conocido por sus excesos, Felipe II, gran cazador y seductor en su juventud, decidiera hacerla capital de su vasto y soleado Imperio, en el que ya empezaban a cernirse las sombras. Mucho se ha especulado sobre los motivos de tan insólita elección, móviles estratégicos e incluso cabalísticos, pero lo cierto es que la agreste fauna de sus contornos y su cercanía con los cazaderos de El Escorial, Aranjuez, El Pardo y la sierra de Guadarrama tuvieron que ver en el asunto más de lo que suele ser reconocido.

La capitalidad pilló a Madrid por sorpresa, sin catedral y con pocos palacios merecedores de tal título, con unas murallas bastante deficientes y con un castillo famoso pero destartalado, lóbrego e inhóspito alcázar moro batido por maléficas corrientes de aire y vivero de ponzoñosos y heráldicos miasmas que aceleraron, en opinión de médicos y físicos, el tránsito al otro mundo de alguno de sus reales inquilinos.

Felipe II no hizo intento alguno de construir en Madrid una catedral -bastantes quebraderos de cabeza tenía ya con la edificación de la soberbia mole escurialense-, pero a cambio fundó en su nueva capital 17 conventos, entre ellos el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús con la colegiata de San Isidro, joya del barroco madrileño y catedral "provisional" de Madrid hasta hace poco.

Por supuesto, la idea de construir una catedral en la nueva capital aparece muy pronto, y, desde el primer momento, el lugar de su ubicación, junto a los reales alcázares, resulta estar muy claro, pero la penuria endémica de las reales finanzas, los celos fundados del Arzobispado de Toledo, que veía cómo se desplazaban a Madrid también los privilegios religiosos, y, en fin, las guerras, invasiones, revoluciones, pestes y plagas que sobre la villa hecha corte cayeron a lo largo de su ajetreada historia dejaron lo de la catedral en un segundo plano hasta que a finales del siglo XIX, con el apoyo de Su Católica Majestad Alfonso XII, comenzaron sus largas y trabajosas obras, que se iniciarían por la cripta, fúnebre panteón muy del gusto del melancólico monarca, rey de zarzuela y viudo de copla.

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Catedral polémica y ecléctica, obra de Babel innecesaria y excesiva, la nueva catedral es un anacronismo aparatoso que pone en evidencia, una vez más, el gusto arquitectónico de la urbe inconclusa.

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