_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Roto, mi vecino favorito

Aunque uno procure llevarse siempre bien con sus vecinos, no puede evitar que siempre haya alguno que le caiga mejor que otro. En los periódicos pasa algo parecido con los vecinos de página. Uno se los encuentra subiendo y bajando por el edificio de papel. Sabe que tiene que convivir con todos y por eso soporta con educación incluso a los que le parecen un pelmazo. Hay otros, que, aún a pesar de no haber cruzado con ellos un par de palabras, nos transmiten una confianza infinita.

Esto último es lo que me pasa con Andrés Rábago, El Roto, con quien tengo el honor y el placer de coincidir en esta página desde hace ocho años. El Roto acaba de publicar El libro de los desórdenes (Círculo de lectores) y también estos días se ha inaugurado una exposición suya en el Centro Cultural del Círculo, en la calle O'Donell de Madrid. En febrero la exposición viajará a Barcelona y esperemos que pronto se monte en Valencia, como ya ocurrió hace siete años, cuando la galería Viciana acogió una muestra de sus pinturas y dibujos.

Conozco sus dibujos desde hace treinta años, aunque él entonces todavía no era El Roto. Yo apenas era un adolescente cuando me sorprendieron sus inquietantes tintas chinas, publicadas en las páginas de la revista Hermano lobo que compraba mi madre, buena lectora de prensa. Allí, junto a Chumy, Perich y toda la banda, publicaba sus dibujos OPS, uno de los heterónimos de Andrés Rábago, que entonces debía de tener poco más de veinte años. El impacto de aquellos dibujos cargados de humor negro fue tan fuerte que OPS, en mi casa se convirtió en un adjetivo. Fulano es muy ops, se decía de un amigo de mis padres; o a uno de mis hermanos, un tanto dado al humor negro, se le advertía de que no fuera tan ops.

Años después reencontré a Andrés Rábago, ya como El Roto, cuando por primera vez empecé a trabajar en un periódico diario. Desde Madrid llegaban a la redacción de aquel Diario de Valencia de principios de los años ochenta sus impresionantes originales. Vicente Ponce, entonces editorialista y crítico de televisión, coleccionó y conservó aquellos excelentes dibujos, testigos de un tiempo marcado por el golpe de Estado. Estoy seguro de que Vicente, que con los años se haría profesor de Historia del Arte, intuía que detrás de la sátira de El Roto se encontraba el estupendo pintor que es Andrés Rábago.

A finales de esa década volví a coincidir con El Roto, en El Independiente. Fueron los años de la primera guerra del Golfo y sus mentiras. Entonces, como tantas veces, Andrés Rábago fue capaz de mirar por encima de la cortina de humo los pozos de petróleo para que El Roto nos mostrara lo que había detrás de la propaganda. A principios de los años noventa pasé a trabajar en Diario 16, en cuyas páginas también recaló El Roto y tuve la impresión de que tanta coincidencia no podría ser sólo fruto de la casualidad.

De tal forma que cuando, ahora hace ocho años, volví a reencontrar sus dibujos aquí, en la página dos de este suplemento de EL PAÍS, ya no me extrañó en absoluto. Me pareció lo más natural del mundo, como la mirada cómplice de ese vecino que tan bien nos cae y en el que intuimos, un amigo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_