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Columna
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Cultura centralista

No cabe duda de que en España con la entrada en vigor de la Constitución se puso en marcha un proceso de descentralización política de una envergadura extraordinaria. El porcentaje del gasto público que corresponde a las comunidades autónomas pasa del 30% y son más los funcionarios públicos que dependen de las comunidades autónomas que los que dependen del Estado. Se trata además de un proceso que no se ha detenido a lo largo de los 25 años que la Constitución va a cumplir. Una vez superada la resaca del golpe de Estado del 23-F de 1981 y anulada la LOAPA por el Tribunal Constitucional en 1983, el crecimiento del Estado de las Autonomías se convertiría en algo imparable. Por la propia naturaleza de las cosas, cada vez serían más las materias que tendrían que pasar a ser competencia de todas las comunidades autónomas independientemente de que hubieran accedido a la autonomía por la vía del artículo 143 o por la del 151 de la Constitución. La equiparación al alza de las comunidades del 143, a partir de los pactos autonómicos de 1992, ha convertido al Estado español en uno de los Estados más descentralizados de Europa.

El Estado de las Autonomías es el Estado con mayor grado de legitimidad de toda nuestra historia contemporánea

Esto es importante no perderlo de vista. El cambio que se ha producido en la estructura del Estado respecto de lo que había sido toda nuestra historia en esta materia desde comienzos del siglo XIX, con el brevísimo paréntesis de la II República, ha sido más que notable. Y el resultado ha sido inequívocamente positivo. Con mucha diferencia, el Estado de las Autonomías ha sido el Estado con mayor grado de legitimidad en toda nuestra historia contemporánea.

Pero tampoco conviene perder de vista que toda nuestra historia ha sido no sólo una historia centralista, sino una historia progresivamente centralizadora. Y que esa historia ha generado una cultura política y constitucional que pervive en nuestro Estado de las Autonomías. Se ha producido un cambio notable en la estructura del Estado, pero ese cambio no se ha visto correspondido por un cambio en la cultura constitucional. Seguimos teniendo en el fondo y hasta en la superficie, me atrevería a decir, una mentalidad muy centralista, que opera como un freno en el funcionamiento de la nueva estructura del Estado.

Voy a poner dos ejemplos de esta misma semana para hacerme entender. Uno procede de un país que tiene una cultura federal incontestable, los Estados Unidos de América. El otro procede de España.

Esta misma semana se ha conocido la sentencia del Tribunal Supremo de Massachussets que ha declarado anticonstitucional la ley que impide el matrimonio entre individuos del mismo sexo. La sentencia ha sido objeto de un debate muy intenso, con opiniones a favor y en contra, pero a nadie se le ha ocurrido pensar que esa es materia sobre la cual no pueden pronunciarse los órganos constitucionales, judiciales y legislativo de uno de los Estados de la Federación, porque únicamente pueden hacerlo los órganos federales. A nadie se le ha ocurrido pensar que los órganos federales deben intervenir a fin de corregir una decisión estatal que se puede no compartir.

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En España, por el contrario, ha bastado que el Gobierno de la Junta de Andalucía decidiera poner en marcha un programa de investigación con células madre para que el Gobierno reaccionara con la finalidad de torpedearlo. En ningún Estado políticamente descentralizado, con una cultura política acorde con dicha descentralización, sería imaginable que el Gobierno central, de la Federación o del Estado, reaccionara de la manera en que lo ha hecho el Gobierno español respecto de la iniciativa del Gobierno andaluz. Utilizar el trámite de la aprobación de un proyecto de ley en el Senado para introducir una enmienda con la finalidad de poner barreras a la iniciativa de un Gobierno de una comunidad autónoma es algo que no se le pasaría por la cabeza a nadie con una cultura política acorde con una estructura descentralizada del Estado.

Este es uno de los problemas prácticos que tenemos en España con la nueva estructura del Estado. Se trata de una estructura que está siendo gestionada por dirigentes políticos que se tiene la impresión de que no creen en ella y que la han aceptado porque no han tenido más remedio que hacerlo, pero no porque estén de acuerdo con ella. De ahí la tentación de recurrir a todos los artilugios que se pueda para corregir el funcionamiento en la práctica de la estructura del Estado a favor del Gobierno de la nación y en contra de los gobiernos de las comunidades autónomas.

Es algo que hemos podido ver, por ejemplo, en el proceso de adaptación de la estructura del Estado en el proceso de construcción de la Unión Europea. A diferencia de cómo se ha reaccionado en Alemania, en donde se ha procedido a reformar la Constitución, a fin de garantizar la posición constitucional de los Länder, en España no hemos hecho absolutamente nada para garantizar la posición de las comunidades autónomas. Y no parece que se esté dispuesto a hacer absolutamente nada en el inmediato futuro, cuando se tenga que ratificar el Tratado sobre la Constitución Europea. Las comunidades autónomas no parecen ser entendidas en España como un bien deseable, sino como un mal necesario, que tienen que ser soportadas, pero cuya presencia sería mejor reducir en el sistema político.

Montesquieu distinguía en Del Espíritu de las Leyes entre la naturaleza y el principio de las formas políticas. La naturaleza es la norma jurídica. El espíritu es lo que la vivifica, lo que la hace operativa. Es de este último del que depende la percepción que de la misma tengan los ciudadanos. La naturaleza de nuestro Estado es autonómica, pero el espíritu cada vez lo es menos. El ascenso de los nacionalismos tiene mucho que ver con esto.

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