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Columna
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Payasos

Se ríen de nosotros, siempre lo hemos sabido. Lo seguirán haciendo. Lo acaba de decir nuestro paisano Álex de la Iglesia en una de esas entrevistas sin desperdicio que se pueden leer de vez en cuando en la prensa diaria: "Tenemos un mundo gobernado por payasos crueles que se ríen de nosotros". Se ríen de nosotros, se parten por el eje en sus despachos forrados de caoba, ovalados, redondos o con forma de riñón o trapecio, da igual. Habría que escuchar sus comentarios, oír sus risotadas, contemplar por el ojo de alguna cerradura sus poses chaplinescas. Y habría que contarlo.

El mundo es un gran circo. Están Bush, Berlusconi y el resto de la banda, y hasta el increíble Menem, que acaba de tener su primer hijo con su última esposa, afirmaba anteayer que su vástago podría ser presidente de Argentina o de Chile. Todo ya pertenece a ese maravilloso mundo de payasos, carablancas y augustos, trapecistas y leones dopados debajo de una carpa sobre la que gravita Pedro Duque vestido de astronauta a lo Tony Leblanc. Sólo falta Ramón cabalgando un elefante blanco sobre el asfalto roto, perpetuamente en obras, del Madrid de doña Ana Botella.

El circo se va pique (el circo clásico, lo mismo que el teatro de verdad) porque ya todo es circo y teatro. Sólo hace falta oír, tras las últimas elecciones catalanas, a los candidatos de los distintos (o no tanto) partidos. Maragall ha ganado; Mas ha ganado; Carod-Rovira ha ganado y Piqué, el genuflexo, ha ganado también si se echa mano de los datos numéricos. La realidad no necesita, igual que la naturaleza según Wilde, imitar de ninguna forma al arte. La realidad es hoy el circo televisivo de Sardá, convertido en el gran payaso útil de nuestra democracia de mercado. Hay payasos incómodos como Albert Boadella y caricatos útiles como Javier Sardá, útiles como el fútbol de primera, como el nacionalismo identitario o el patriotismo constitucional sobrevenido, como la dormidina o el Valium 10. Confesaba esta misma semana el mismo periodista catalán, al celebrar su deposición número mil, que tampoco es tan fácil ejercer de jefe de pista en un circo. No le falta razón. Organizar noche tras noche el gran guiñol, la siniestra parada de los monstruos, no debe ser ni cómodo ni sencillo, y por eso su sueldo está a la altura.

Nos salvará el humor, no cabe duda, pero no el de este circo de payasos siniestros. Nos pueden salvar Larra, Twain o Mencken o algún nuevo Karl Kraus. El periodismo ha dado excelsos humoristas a la literatura. Nos quedará Cervantes (nos salvará Cervantes) en tiempos de miseria, como siglos después nos salvaron de la fría posguerra civil los humoristas de la generación del 27. El otro 27, el del humor, el de Tono y Mihura y Neville, permitió a nuestros padres y abuelos respirar el mínimo imprescindible para no terminar asfixiados. Cuentan que el viejo Mihura, en sus últimos años, estaba horrorizado ante el humor que entonces, en el tardofranquismo, empezaban a acaparar los pajares y estesos. "¿Por qué les llaman humoristas?", cuentan que preguntaba, "¿si lo que son es malos caricatos?" El humor es bastante más serio, y además divertido. No como la televisión y la política, que nos hacen reír por no llorar.

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