Imágenes de la tribu de las letras
El fotógrafo Daniel Mordzinski expone en la Maison de la Catalogne de París fotografías de escritores catalanes
Todos hemos oído hablar alguna vez de esas tribus africanas -¿o quizás son de Oceanía?- que no se dejan fotografiar porque temen que el objetivo les sorba el alma. Los escritores comparten en parte esa creencia, entre otras cosas porque aceptan que el fotógrafo es un artista pero, sobre todo, porque ellos escriben y describen personajes y están convencidos de que con sus palabras también tratan y retratan el alma. 60 de entre ellos han puesto la suya a disposición del radiógrafo Daniel Mordzinski, bonaerense afincado en París y colaborador gráfico habitual de este diario.
El resultado de los sucesivos encuentros de Mordzinski con los hombres de letras se presenta esta vez, a partir del 21 de noviembre, en La Maison de la Catalogne, que, como su nombre no indica, está en París, justo detrás del restaurante más antiguo de la ciudad -Le Procope- y del edificio desde el cual Jean Paul Marat lanzó sus más encendidas soflamas revolucionarias. ¿Por qué en la Maison? Sencillamente, porque todos los escritores que comparecen -en blanco y negro y en distintos formatos- viven en Cataluña, sean del origen que sean, escriban en el idioma que escriban. Son catalanes en el sentido amplio de la palabra, es decir, sin que esto les impida ser otras muchas cosas, sin que esa identidad, definitiva o pasajera, interfiera en la que nos interesa ahora, que es la ligada al culto a la letra impresa.
La exposición, bautizada como Les visages de l'écriture, es hija de esa pasión mordzinskiana por los escritores. Todo arrancó en 1978, cuando un ciego genial se prestó a posar para él. El retrato de Borges no es el mejor de entre los que le han hecho ni el mejor de Mordzinski, pero sí abrió el camino a ese empeño por citar ante el objetivo a tipos que son autores al tiempo que envoltorios humanos. Mordzinski comparte esta pasión por los escritores con Àngels García, directora de la Maison y coproductora del invento, que se prolonga -no podía ser de otra manera- en un libro.
Las fotos, cuando son buenas, explican siempre más de lo que muestran. Por ejemplo, que Javier Cercas, para poder leer a Shakespeare, necesita instalarse en el centro de una piscina desmontable que le aísle de las 28 ediciones de sus Soldados; que Llàtzer Moix pedalea en el balcón de su casa porque es hombre de utopías razonables; que cuando Quim Monzó levanta los brazos al cielo e invoca a todos los dioses no se sabe si es para maldecir al país o para mirar si hay goteras en el aparcamiento subterráneo; que para Rosa Regàs o Juan Marsé la familia es muy importante pero significa dos cosas bien distintas; que Manuel Vázquez Montalbán estaba de acuerdo consigo mismo a falta de poderlo estar con el mundo; que Miquel de Palol debe de compartir con Wittgenstein algo más que el interés por las matemáticas; que Enrique Vila-Matas es el rey de la mise en abîme y nadie juega con los espejos mejor que él; que Horacio Vázquez Rial sabe estar como en su casa en cualquier parte; que Josep Maria Espinàs da mejor que nadie la imagen que quiere dar de sí mismo; que Eduardo Mendoza mira al ojo de la cámara con tanta sinceridad que no deja ver otra cosa que los interrogantes que plantea; que Félix de Azúa transforma todo lo que le rodea para no desentonar nunca él, ni siquiera junto a un teléfono de modelo anterior al cine en color.
Dice Mordzinski que "los retratos sólo pueden ser misteriosos cuando las personas son muy conocidas". De ahí que Porcel o Castellet sean meras siluetas de un contraluz. También explica: "Esta vez no he querido retratar a los escritores y su relación con la ciudad: Barcelona es ahora demasiado fotogénica y, además, necesitas permisos para sacar cualquier fotografía". De ahí que el Eixample aparezca sólo a través de un reflejo de la cafetería en la que Ignacio Vidal-Folch se presta al juego, o que los barrios que se encaraman por las colinas sólo puedan imaginarse a través del patio interior del apartamento de David Castillo.
La selección de Mordzinski es "parcial y arbitraria, como todas", y da las gracias -o se excusa, vaya usted a saber- a Jorge Herralde, Carmen Balcells, Enrique de Heriz y Silvia Fernández, que le han facilitado contactos. "Espero devolver el favor: mis fotos van acompañadas de una breve noticia biográfica y bibliográfica". Es decir, que lo lógico es que después de descubrir a Carme Riera cegándose al sol o a Cristina Peri Rossi luciendo unas hermosas ojeras, el visitante de la exposición quiera saber algo más de ellas -y de ellos, claro- y ese "algo más" imprescindible lo facilita el fotógrafo, que no en vano es muy buen lector.
La gran mayoría de escritores no desafían al objetivo -Mendoza sí, ya queda dicho, y Bryce Echenique, desde sus estupendas gafas-, sino que prefieren simular el haber sido sorprendidos por él. Los bañadores, mangas de camisa y otras indumentarias veraniegas contribuyen a proponer una imagen colectiva de felicidad, de tiempo suspendido, que sólo Azúa, en tanto que espía que espera la llamada definitiva, parece romper. La foto de Vázquez Montalbán aparece ahora con un tremendo "sentido añadido" que da un relieve especial a lo que, en otro momento, sería una mera referencia al refugio tranquilo del escritor. "Quizás sea ésa la gran virtud de la fotografía: hacer perdurar momentos de vida", sugiere Mordzinski mientras intento recordar a Jasper Johns, para quien la fotografía "es un objeto que comenta la pérdida, la destrucción, la desaparición". Dos caras de la misma imagen.
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