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Columna
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El siglo de los muros

Hace unos días el señor Presidente tuvo a Pedro Duque del otro lado del inalámbrico espacial. La conversación resultó bastante decepcionante. Aznar no le preguntó nada; habló mayormente de sus propias sensaciones e insistió en llamar la atención sobre lo que todo el mundo podía ver por su cuenta, sin necesidad de los ojos del astronauta, en el interior de la estación. A una conexión tan extraordinaria y costosa entiendo que se le hubiera podido sacar mucho más partido (del otro), incluso con preguntas tan sencillas -a esa distancia y a esa escala estoy segura de que la curiosidad más urgente es la más elemental- como qué se veía o qué se sentía por la ventana.

Reconozco que mis curiosidades espaciales también son de poco alcance, sobre todo porque no consigo desviarlas, despegarlas de lo terrestre. Me pregunto, por ejemplo, si desde las alturas la tierra sigue pareciendo inexplicablemente un planeta azul. O qué impresión causa el hecho de que la única obra humana que se distingue desde el espacio sea un muro. En concreto la muralla china, que es, al parecer, el último rastro de vida inteligente que perciben los astronautas cuando salen de la atmósfera, y el primero que les acoge a la vuelta.

Como metáfora del estado presente de las relaciones humanas esa visión extrema del muro desde el aire no tiene desperdicio. Es tan perfecta que no parece real sino inventada por un genio literario. Por el mismísimo Homero, que es quien inaugura, al menos para la tradición occidental, las representaciones de las murallas y de los muertos a sus pies. "Ya por doquier las torres y las almenas estaban salpicadas de sangre de guerreros por uno y otro lado, de ambos bandos, aqueo y troyano".

Y si he calificado de decepcionante la perspectiva de Aznar sobre el espacio, qué decepciones caben en un siglo XXI inaugurado como en La Ilíada; convertido en otra Antigüedad o en un resucitado Medioevo cubierto de torretas, fosos, muros, rondas y vigías permanentes, para que el prójimo no consiga pasar, para librarme del otro, en la frontera de Melilla o en la de México, en Palestina o en Bagdad. Cuántas derrotas de la inteligencia y del humanismo caben en esa literalidad de la barrera eléctrica, del alambre espinado y del ladrillo. Cuánta contaminación de los valores en el vallado de las orillas del mar; en las playas fortificadas con murallas transparentes contra las que se estrellan -como los pájaros engañados contra el cristal de las ventanas- los inmigrantes. Ha habido siglos de oro y un siglo de las luces. Este empieza marcado por los metales menos nobles y con muchas de aquellas luces apagadas. Este, si no se remedia, pasará a la Historia como el siglo de los muros y de los tabiques interiores.

Me piden a través de Internet una firma contra el muro que el gobierno de Sharon está construyendo. La doy. Esa pared usurpa territorio y agrava la situación extrema de la población palestina, condenándola al destino trágico de las ciudades sitiadas. La doy, es fácil darla, es fácil ver esa barrera que sale tanto en la televisión. La doy, pero pensando en otras más cercanas. En el muro que en Melilla ha construido un gobierno que no es el de Sharon, contra poblaciones que sí están desesperadas. En los muros de olas del Estrecho. En los tabiques interiores, que otro gobierno que tampoco es el de Sharon, intenta levantar en el paisaje de la identidad vasca: ladrillos entre el ser y no ser de la cultura, la memoria, los itinerarios biográficos y los afectos compartidos. Muro que nos priva además del debate urgente sobre los fundamentos políticos e identitarios de la Constitución europea, condenándonos a votarla en mayo de la manera menos comunitaria posible, como quien dice sin tocar el libro.

Firmo pensando que un muro vale tanto como otro. Que si quitas el ladrillo que está en tu mano, los demás empiezan a caerse, como en las construcciones de dominó. De dentro hacia fuera, de aquí a Palestina o a Tijuana.

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