Más allá de los corsés
Como el saltador que se dispone a iniciar la carrerilla de un decisivo intento, Maragall espera que las previsiones que le sitúan como favorito por los pelos le propulsen hasta superar el listón más alto de su carrera. A primera vista, parece tranquilo. Aunque con Maragall, nunca se sabe. La imprevisibilidad es el rasgo estrella de su carácter. Mientras Mas marca una pudorosa distancia de seguridad, Maragall se relaciona con los demás de un modo caótico: tanto puede abrazarte con un entusiasmo inmerecido como no mirarte a los ojos mientras te habla, tanto puede bailar en un mitin como quedarse dormido. "Nadie es perfecto", dicen los que le conocen. Y, a continuación, elogian la autenticidad de su compromiso con una idea progresista de Cataluña. Si se fijan, cuando Maragall participa en un mitin, siempre hay un grupo de asesores y amigos con los brazos cruzados y la sonrisa tensa, rezando para que el candidato no eche por tierra lo que él mismo ha construido en sus más de 40 años de actividad.
Es el candidato que ha tenido una vida más paralela a la de Pujol, con quien compartió uniforme, disciplina y promesas de boy scout. Pero así como Pujol recurría a la lucidez de Max Weber para explicar lo difícil que resulta aunar la ética de la convicción y la de la responsabilidad, Maragall es lo bastante atrevido para intentar borrar la frontera entre realidad y deseo apuntada por Cernuda. Las fotografías de su álbum lo muestran como uno de los integrantes de una familia de ocho hermanos, prestigioso linaje patriótico-intelectual y unos padres comprometidos con la historia, el país, el civismo, la cultura y un barrio, Sant Gervasi, pesebre de una burguesía que fue aniquilada por hordas de nuevos ricos. La sombra de su abuelo, el poeta Joan Maragall, le ha perseguido sin que haya supuesto un trauma. Al contrario: un aspecto fundamental del discurso de Maragall es su obsesión por limar asperezas entre una Cataluña mayor de edad y una España que se resiste a renunciar a su papel de padre autoritario. Suele recurrir al famoso poema familiar en el que Cataluña le venía a decir a España lo mismo que se dicen las parejas en crisis: "Tenemos que hablar".
La carrera de Maragall empieza en el activismo juvenil, antifranquista y universitario, compatibilizado con un recorrido de práctica y teoría económica que le llevará a París, Nueva York y Baltimore. A su regreso, se integró en el Ayuntamiento de Barcelona, donde solía deslumbrar por sus melenas, su manera de desparramarse sobre las sillas en lugar de sentarse y un bigote que el gran Manuel Vicent definió como "diseñado por un potrero de Yucatán". Protegido por una sonrisa que tiene mucho de máscara contra la timidez, Maragall ingresó en la política democrática de primera fila cuando Narcís Serra le convenció para intentar lo más difícil todavía. El invento salió bien: se convirtió en el jefe de pista más mediático de unos Juegos Olímpicos espectaculares. Como alcalde, intentó aplicar en Barcelona ideas que iban más allá del encorsetado concepto municipalista. Abrió playas para que el horizonte se hiciera más grande y llenó el cielo de pirotecnia conceptual. Como en los fuegos artificiales de las fiestas de la Mercè, cualquiera que se acercara a su discurso tenía que levantar la vista para contemplar cómo explotaban luminosas ideas que podían desvanecerse con alarmante facilidad. Se pagó. Su catalanismo, sólido en lo conceptual y mutante en lo formal, venera la aportación de la inmigración a Cataluña. Cuenta con ella para enfrentarse a eso que, para que no cunda el pánico, los políticos llaman nuevos retos (oleada migratoria, choques culturales y religiosos y exacerbación de los contrastes entre pobreza y clase media, derechos y deberes). Últimamente ha decidido resumir esta idea diciendo que sueña con una Cataluña con acento (andaluz, extremeño, magrebí, ecuatoriano), lo cual algunos interpretan como una ofensa para la Cataluña sin acento.
En las últimas elecciones, cuando perdió siendo el candidato más votado, lo pasó fatal. Al final, se resignó y, durante la legislatura, se ha pateado el territorio, ha estudiado los problemas del país, ha elaborado líneas generales sobre territorio y reforma del Estatut. En el momento de encarar el listón, parece tener controlados todos los detalles y haber consolidado una visión global a medio camino entre la auditoría y el diagnóstico. A veces, sin embargo, es desautorizado por miembros del PSOE que parecen divertirse pinchándole las ruedas. Merecida o no, tiene fama de poco constante, y algunos no le perdonan que abandonara la alcaldía a medio mandato para irse a Roma. Hay quien opina que esta oportunidad le llega tarde y que, a sus 63 años, debería ir pensando en afrontar retos menos estresantes y pasar más tiempo con su familia (su mujer, Diana Garrigosa, sus tres hijos y sus nietos). Otros, en cambio, lo ven como el político catalán más vocacional, con referentes que van más allá de la endogamia patriotera y que incluyen a Mandela, Havel y una legión de alcaldes en ejercicio. Su discurso entremezcla dos niveles distintos. Si habla de seguridad, inmigración, financiación municipal, conexiones radiales, alta velocidad y transoceanismo aeroportuario, resulta convincente. Cuando se refiere a la necesaria convivencia, federal y progresista, de España y Cataluña, en cambio, las cosas se complican. Su sueño de pluralidad choca bien contra su falta de concreción, bien contra la sospecha de que su voluntad de iniciar una nueva etapa que nos aleje de la confrontación permanente es, en el mejor de los casos, poco realista. Que en el cartel electoral le hayan cortado la oreja derecha es una señal de cuáles podrían ser sus preferencias a la hora de escuchar a los electores.
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