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Juntos contra Madrid

Esta campaña electoral está mostrando consecuencias positivas. Por ejemplo, a su alrededor hemos visto el crecimiento de unos partidos que evitarán no sólo las mayorías absolutas, sino un bipartidismo exagerado. Hemos visto como el debate político ha empezado a cundir entre la ciudadanía, superando la estricta referencia a la militancia de los partidos. Hemos visto como aumentaba el apoyo a una independencia nacional dentro del marco europeo, entendiendo por ello la capacidad de decidir con libertad la selección de las interdependencias. Hemos visto como los catalanismos de diversa especie se centraban -¡por fin!- en el grave problema de la financiación y el déficit fiscal, en vez de insistir en identidades demasiado abstractas. E incluso hemos visto que casi todos los candidatos se han comprometido en algunos problemas concretos a los que hasta ahora se aludía sólo con generalidades: la enseñanza, la vivienda económica, las infraestructuras, el abuso territorial, la sanidad. Todo ello, como en cada proceso electoral, se ha enmascarado en vulgaridades mitinescas y en oportunismos banales. Pero esta vez hay un fenómeno relativamente nuevo: una cierta unanimidad en unas cuantas premisas que, con fórmulas distintas, no sólo se incluyen en los esquemáticos programas de todos los partidos -menos uno-, sino que vienen a coincidir con problemas ya muy arraigados en la conciencia de buena parte de la sociedad catalana.

Esa casi unanimidad se traduce en el hecho insólito de que todos los partidos -menos uno- proponen una nueva redacción del estatuto y, en algunos aspectos, de la Constitución. Es de esperar, por lo tanto, que después de las elecciones se mantenga este consenso y se consiga, con la fuerza de una aplastante mayoría catalana, una nueva relación con el Gobierno central, una relación que hasta ahora ha sido nefasta porque desde Madrid se lo han propuesto y porque desde Cataluña no se ha ofrecido una acción común, solidaria, sin dudas ni grietas partidistas. Después de las elecciones llegará la gran ocasión: todos los partidos catalanes podrán formar un único frente para lograr que Madrid abjure de sus pecados políticos. No importa que cada partido se incline por métodos distintos, desde el federalismo al proceso de independencia, desde la presión de la propia oferta económica y política hasta las agresiones populares -pacíficas, en lo posible- en favor de la libertad. El primer paso común es conseguir un nuevo documento conceptualmente unitario pero que canalice las distintas fórmulas. Y esto es posible porque los puntos esenciales de los programas mínimos coinciden aunque se presenten con distintas articulaciones: financiación justa, competencias garantizadas, elevado grado de autogobierno, representación internacional, reestructuración política y administrativa del territorio.

No hay que pensar que ese tipo de unanimidad sea permanente a lo largo de toda la legislatura. El partido vencedor -o la coalición resultante- tendrá que aplicar sus propios programas, los cuales marcarán la diferencia entre izquierda y derecha, aunque todos hayan reclamado, con un punto de oportunismo electoral, aquel centro que los presenta como menos radicales y los hace menos eficaces. Pero como la mayoría para gobernar se formará también con varios partidos, habrá que aceptar una segunda unanimidad más reducida. Dado que nadie quiere coligarse con el PP y que hay incompatibilidades declaradas entre CiU e ICV, todo el mundo piensa que esa segunda unanimidad es factible entre los tres partidos de izquierda, según el modelo ya ensayado con éxito en el Ayuntamiento de Barcelona. Así se recuperaría un espacio político que hasta ahora no ha tenido representación en el gobierno de Cataluña: el catalanismo de izquierda que había tenido tanta importancia antes de la Guerra Civil, enfrentándose con éxito al catalanismo de derecha, que acabó pactando con la derecha española y españolista en la agonía de la República, con la excusa de que la salvación de Cataluña pasa por gobernar en Madrid, aunque sea con la extrema derecha y el franquismo.

Las próximas semanas serán, pues, definitivas para Cataluña si se confirma que el primer acto postelectoral será una batalla -de momento pacífica y dialogante- contra Madrid para lograr la mínima libertad nacional y si se nos promete que cuando el diálogo fracase tomaremos otras decisiones más radicales antes de volver a rendirnos. Y si sigue mandando el PP, es casi segura la rendición. En cualquier caso, habrá que sacrificar muchos orgullos para posibilitar este intento. Por ejemplo, el PSC tendrá que revisar sus relaciones institucionales con el PSOE, conseguir que Zapatero aprenda a decir Maragall en vez de "Maragal", reconocer que la histórica oposición madrileña nunca ha sido vencida sólo con buenos tratos y buena educación, no esconder el derecho de autodeterminación detrás de un aparato federalista y algunas otras anécdotas por el estilo. Y CiU tendrá que pedir perdón por sus inútiles y aburridas cohabitaciones con el PP, por sus fracasos en la financiación de Cataluña, por su política de derechas en cuestiones sociales y educativas, y convencerse de que esta vez, después de un nuevo repudio madrileño, habrá que tomar otros derroteros de afirmación nacional. Aunque ése puede ser un problema de indecisión general, porque de momento me alarma que durante la campaña casi ningún partido se ha atrevido a sugerir esos nuevos derroteros.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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