"Sin buenos políticos no hay prosperidad"
Arzobispo de Tánger (Marruecos) a los 37 años -el más joven del catolicismo en aquel momento- y cardenal a los 69, fray Carlos Amigo se toma con franciscana resignación el creciente ajetreo de su nuevo rango como príncipe de la Iglesia. Nunca rehúye una entrevista ni pregunta alguna, aunque lleve semanas con una agenda más propia de estrella de cine en gira de estreno. La entrevista se celebra en la antesala de su despacho en el Palacio Arzobispal de Sevilla, y no tiene más limitación que la aconsejada por los colegas que esperan su turno afuera.
Nacido en agosto de 1934 en Medina de Rioseco (Valladolid), donde una calle lleva el nombre de Arzobispo Carlos Amigo, el nuevo cardenal recibió el capelo de manos de Juan Pablo II el pasado 21 de noviembre y ha vivido, desde su regreso de Roma, una prueba personal que relata también con franciscana entereza: la repentina muerte de su hermana mayor, Consuelo. "Estuvo en Roma en todos los actos, imagínese su alegría, y de regreso, al bajar del coche, dijo: 'Me siento mal', y así murió, poco después. Nos ha quedado, dentro del dolor, una sensación de paz por su alegría: 'A mi hermano le han hecho cardenal, me ha bendecido el Papa, ya puedo morir en paz'. Esas cosas que decimos todos en momentos de alegría. Hubiera sido muy triste su muerte antes de ir a Roma. Era la mayor de mis seis hermanas, así que los recuerdos infantiles están ligados a ella: me llevaba al colegio, me vestía o me regañaba; en fin, esas funciones de segunda madre que tienen las hermanas mayores en una familia numerosa [de nueve hermanos]".
"Muchos países de acogida mantienen su alto nivel de bienestar gracias a los emigrantes"
"La máxima ley de la Iglesia es la misericordia, incluso cuando los errores sean muy graves"
Pregunta. Esta vez, Sevilla ha tenido que esperar 21 años a que a su arzobispo lo proclamasen cardenal. ¿Perdió la esperanza? ¿Cómo ha vivido el nombramiento?
Respuesta. Fue una sorpresa. Parecerá mentira, porque se venía rumoreando el nombramiento durante años y años, y la gente me lo preguntaba en la calle o se decía en los periódicos, pero para mí fue una sorpresa, porque estaba fuera del camino y de mis aspiraciones. Después sentí una enorme gratitud: personalmente, claro, pero sobre todo porque pensé mucho en los sevillanos, que siempre han querido que su arzobispo fuera cardenal. Se dio también una circunstancia especial en cómo recibí la noticia. También eso fue muy emotivo.
P. ¿Por qué?
R. Estaba de visita en una de las cárceles de Sevilla, es decir, estaba haciendo mi trabajo de obispo, en ese caso atendiendo a una parte de la sociedad que más sufre, gente que por lo que sea está presa pero que son sobre todo personas. Como ya llevo aquí más de veinte años y algunas personas que están en la cárcel llevan también ese tiempo allí, resulta que les conoces, y te entretienes. Así que, al salir de la cárcel, como allí no llevábamos móvil ni ningún otro tipo de comunicador, me dijeron que habían llamado de la Nunciatura [embajada del Vaticano] y que me pusiera en contacto con ellos urgentemente. Así fue como el nuncio me comunicó la noticia: cuando estaba haciendo mi tarea. Siento como si ello me ligara más con esa parte de mi trabajo cerca de los marginados o más necesitados.
P. Como arzobispo de Tánger, usted perteneció a la Conferencia Episcopal del Norte de África. ¿Qué juicio le merece el drama de las pateras y la legislación española sobre emigración?
R. Hay naufragios que no aparecen nunca en las playas. Son el naufragio de miles de personas que llegan para ser tiradas literalmente en las calles de las grandes ciudades. No estoy quitando dramatismo a la tragedia de las pateras, que azota con tanta frecuencia nuestras conciencias. Son personas empujadas por gentes sin escrúpulos que, para hacerse ricos, no respetan la pobreza o el dolor de los demás. Ellos hacen que la emigración tenga ese aspecto de tragedia y desarraigo, cuando en realidad la emigración es una deuda que tenemos los países de acogida, que mantienen su bienestar gracias a los emigrantes. Las opiniones xenófobas olvidan que mucho del bienestar que disfrutamos se lo debemos a esas personas que cuidan de nuestros hijos o de nuestros ancianos. O que trabajan en sectores como la agricultura de temporada, o en la construcción, que no podrían funcionar sin esa mano de obra que viene de fuera.
P. En los años sesenta había tres millones de españoles trabajando en Alemania, Suiza o Bélgica, y también en Hispanoamérica. ¿Sirve esa experiencia para mitigar esa ola xenófoba?
R. Fui provincial de mi orden en Venezuela, así que he conocido ese fenómeno directamente. Aquella Venezuela próspera, muy próspera, que acogió a tantos emigrantes españoles, algunos con grandes dificultades. O Argentina. Vino después la emigración a Europa, ¿quién no ha tenido un familiar trabajando en Bélgica o en Alemania? Pero no es eso lo que mitiga entre nosotros la incomprensión hacia el emigrante, sino las raíces históricas de España, favorables para la comprensión de lo diferente. No soy aficionado a los refranes, salvo los agrícolas, porque suelen tener, con perdón, una cierta mala uva. Hay uno que dice: 'Ni pidas a quien pidió, ni sirvas a quien sirvió'. El que ha sido pobre a lo mejor es menos generoso, como si respondiera con esa rabia a los agravios que sufrió. Pero no hagamos caso a la filosofía de los refranes. Lo cierto es que vivir con emigrantes enriquece a nuestro pueblo y será un gran bien para el futuro de España.
P. Usted preside la Comisión Episcopal de Misiones. Viaja mucho, ve mucha pobreza. ¿Qué le causa más disgusto?
R. Me produce una tristeza enorme encontrar problemas irresolubles en un país que fue rico o tiene grandes fuentes de riqueza. Ver tanta pobreza en esos casos te desconcierta. ¿Por qué siendo tan ricos son tan pobres ahora? ¿Por qué esas injusticias, por qué? En España, en estos últimos 25 años, hemos tenido suerte, hay que reconocerlo, sin citar a un partido o a otro, sino a todos, con sus aciertos o sus errores, pero gobernando responsablemente el país. Y es que una nación, si no tiene técnicos, los importa. Pero los políticos no se pueden importar. Son los que hay, y punto. La corrupción, los intereses partidistas... Argentina, que era el único país que podía competir comercialmente con EE UU hace un siglo..., no soy un analista político, pero lo ves y te preguntas ¿qué ha pasado? O en Venezuela, aquel esplendor, y ahora... ¿Qué pasa aquí?
P. Ha citado la palabra corrupción. ¿Ésa es la culpa, la corrupción de tantos políticos?
R. No, no. Sería arriesgado que yo relacionase la corrupción con la clase política como causa de esos enormes derrumbes. No es imaginable que la corrupción pueda hundir hasta esos niveles a un país. La respuesta que me pide escapa a mis conocimientos. Lo único que digo es que los buenos políticos no se improvisan, y también que sin buenos políticos no hay manera de prosperar ni de conservar la prosperidad.
P. El Papa alzó su voz contra la guerra de Irak, y los obispos recordaron al Gobierno que esa voz debía ser atendida. Pero el Gobierno, formado por católicos, no les hizo caso. ¿Cómo vivió ese momento?
R. La guerra es siempre una claudicación. Que no seamos capaces de solucionar los problemas nada más que con la violencia indica que somos una sociedad poco madura. ¿Acaso los diplomáticos y los gobernantes son personas irresponsables o inconscientes? No. De ninguna manera. Entonces, ¿qué es lo que pasa? Se me ocurre lo de la claudicación. Si la paz se consigue como resultado de una guerra, que causa tanto daño y destruye tantas vidas, habrá que vivir con ese sentido de frustración y con la certeza de que tendrán que pasar generaciones enteras para superar esas heridas. Hace muchísimos años que terminó nuestra guerra y todavía encuentro en muchas personas, no voy a decir odio, porque la gente se ha esforzado en olvidar y superarse, pero sí cicatrices metidas en el alma de las personas con una amargura inmensa. Y eso, después de tantos años.
P. Cuando se inició la guerra, usted publicó una pastoral señalando la verdad, la justicia, el amor y la libertad como condiciones esenciales para la paz. ¿La primera víctima de esta guerra de Irak, como en todas, ha sido la verdad?
R. La primera víctima son las vidas humanas, el enorme dolor de la gente, la destrucción de la vida y la hacienda de tantas personas. Los muertos y los pueblos destruidos. Ésa es la verdad de la guerra. Sus terribles efectos y el tiempo que hace falta para superarlos.
P. Esta semana se supo que pudo evitarse la guerra con un acuerdo de última hora entre EE UU e Irak, y que se ocultó ese dato.
R. Pero ¿quién te miente? ¿Por qué? ¿Con qué motivos? Ya sé que estas preguntas son retóricas, no se las hago a usted, claro, sino a mí mismo, que no tengo, que no encuentro respuestas. No tengo, no puedo dar esas respuestas.
P. La semana pasada, en Asís (Italia), sus compañeros de congregación, los franciscanos, organizaron una oración por la paz bajo el lema "Desarmemos guerras, construyamos paz". ¿Con qué palabras se puede desarmar a los que buscan la guerra?
R. Le diré lo mismo que mis hermanos franciscanos en Asís: vamos a unirnos para rezar. Ya sé, ya sé: puede parecer una evasiva, o es una evasiva. Mire: nosotros no tenemos soluciones distintas, salvo las que el Papa señaló como pilares fundamentales para resolver los problemas pacíficamente: la Justicia y el Perdón. En mayúscula. El perdón no como una situación de debilidad. No, no. Para perdonar hace falta mucha valentía. Saber decir en un momento: 'Nos hemos equivocado, hemos cometido un error, y tenemos que pedir perdón por los daños causados, y repararlos también'. Sin unir justicia y perdón, no hay nada que hacer. Me has quitado la vida, me has arrebatado a las personas que yo quería, me destruyes... Se necesita el perdón para sanar esa herida, pero también la justicia: reparar los daños causados.
P. No es fácil que los Gobiernos den su brazo a torcer. El presidente del Gobierno exigía a la oposición hace días que pidiera disculpas por haberse opuesto a la guerra. ¿Se siente aludido por haberse opuesto también, junto con el papa Juan Pablo II?
R. Bueno, no sé. En la guerra siempre ocurre este tipo de cosas. La guerra siempre complica las cosas, por muy lejos que te pongas.
P. El anciano cardenal König, de Viena, se queja de la "arrogancia" de la jerarquía romana. Cuando la Iglesia excomulgó a la familia de una niña de nueve años violada en Nicaragua que había abortado, usted dijo que ésa era la ley de la Iglesia, pero que "la máxima ley de la Iglesia es la misericordia".
R. Ese caso tuvo después unas aclaraciones, pero sin duda alguna: la máxima ley de la Iglesia es la misericordia. Decía san Agustín que, en caso de duda, libertad. Y debemos añadir que, también en cualquier caso, misericordia. Hay que ser misericordioso incluso cuando los errores cometidos nos parezcan muy graves.
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